10 de septiembre de 2012

Delhi

Mumbai nos enseña que el frenesí puede danzar hasta la madrugada y que a ciertas horas del día el asfalto de las calles es más seguro que sus aceras. 
Aunque Delhi respeta de alguna manera ambas reglas -en cierto modo todas las grandes ciudades del mundo pueden decir lo mismo- parece que está decidida a mostrarse únicamente en un continuo anochecer. 

El bazar de Delhi, la calle que serpentea hasta la estación de ferrocarriles y sus callejuelas aledañas, no guarda secretos para nosotros siempre que se nos abandone en él a partir del atardecer. Es el calor, tupido e insoportable, lo que retiene presa a la vida en esta ciudad hasta que el sol se halla bien escondido tras el horizonte.
Cuando por fin llega la noche, hasta las vacas parecen celebrarlo dejándose ver por la arteria principal del bazar, cuyas plazas se iluminan de neones y focos de comercios y donde algún burro despistado huye de las perrerías a las que le someten varios indios ebrios.

Delhi no quiere dejarnos dormir y se abre las venas para mostrarse desnuda: miseria, menudeo, alcohol, regateo. No es este un lugar donde olvidarse que es el dinero lo que mueve el mundo.
Hay gente durmiendo en el suelo de la estación, vigilada por uniformes armados que parecen ajenos a que a tan solo unas manzanas un ático tiembla por la música y la cerveza, despertando a los vecinos que se han echado en los tejados. En los hoteles los extranjeros se van a la cama con chinches y cucarachas mientras los bares echan el cierre y los últimos en salir deciden pasar la noche alli donde les lleven.

Delhi no quiere dejarnos dormir, pero hace acostar a sus hijos en cualquier parte. Será que a ciertas horas del día se olvida uno de cuánto dinero se necesita para mover el mundo y, por fin, puede rendirse a la noche tranquilo.

5 de septiembre de 2012

Mumbai

Nadie dijo que esto fuera un destino fácil. 
Recorrer en rickshaw las calles del Norte de Mumbai no deja un buen sabor de boca. La humedad es una densa capa sobre la ropa y alguien ha sustituido las palomas por cuervos negros, tétricos, que hacen guardia por turnos ante los montículos de basura más prominentes y picotean verduras podridas, plásticos y papeles, hortalizas descompuestas, deposiciones.
Los claxons repiquetean constantemente en el aire, hay chozas de neumático y madera bajo los árboles más antiguos o en fila al margen de la acera, pero todos los elementos de la ciudad parecen regirse por una extraña armonía sin sentido que permite su funcionamiento. El caos es el director y Mumbai ejerce de orquesta.

Puede que existiera un tiempo en el que no fuera así. Quizá se accedía a la ciudad navegando de noche sobre las luces del palacio Taj Mahal, entre los barrios de Colaba y Fort, para amarrar donde hoy se levanta la puerta de Mumbai. Habría que caminar entre las mercancías y los comerciantes para poder tomar un transporte hasta la imponente terminal Victoria o quizá hacia la parte alta de Marine Drive, desde donde la vida en las calles parece algo lejano a la realidad, que solo puede vislumbrarse con unos prismáticos.
Puede que fuera así o puede que, como hoy, Mumbai haya tenido siempre esta capa de polvo y esta cara tan descuidada, como necesitada de una permanente reconstrucción.

Hasta los perros parecen abrumados por la vida en esta urbe de más de 12 millones de almas. A pesar de su continuo hedor y su aparente peligro, hombres y mujeres pasan el día sentados esperando una lismona, duermen sobre un trozo de cartón, venden cuencos metálicos abollados, ropa, abalorios, mecheros o tentempiés, forman monumentales atascos en todo tipo de vehículos manuales o motorizados y se hacinan en autobuses. Se dedican, en fin, a pasar el día lo mejor que pueden.
La vida se hace en las calles y entre ellas corre pese a todo. Existen lavanderías de agua y piedra al aire libre que ocupan varias manzanas, comercios en cúbiculos que por la noche son viviendas de familias numerosas, templos diminutos donde los niños se pintan las chanclas en los pies y andamios de bambú que sostienen a decenas de afanados trabajadores. 
En cada esquina Mumbai parece escupirte o sonreirte y sus habitantes parecen comprenderlo a la perfección. Quizá ese sea el secreto para vivir en el continuo divorcio al que se asiste en esta ciudad: en un lado todos sus seres y edificios revueltos en una perenne nube tan marrón como el océano que la baña, en el otro los carteles publicitarios y las peliculas de Bollywood. Quizá el secreto esté en dedicarse a pasar el día de la mejor manera posible y no dejarse llevar por el sentido del olfato.

Haz lo que quieras, donde quieras y como quieras, nadie te reprenderá. Puede que no sea una mala forma de vivir.

3 de septiembre de 2012

Nuevos planes, idénticas estrategias

Pretendía escribir una suerte de oda rimbombante sobre lo que septiembre simboliza en el imaginario colectivo: fascículos coleccionables, cursos de pintura por entregas, bibliotecas organizadas por tamaños y colores, videotecas de títulos imprescindibles, estanterias rebosantes de cachibaches con los que presumir ante las amistades.
Sin embargo, he preferido ir al grano por temor a caer en el absurdo de las promociones estacionales.
 
Nos encargamos cada cierto tiempo de enseñarnos a emprender una nueva etapa. Afronta un nuevo ciclo, deja de fumar, haz deporte, plantéate metas y cumplelas, completa la colección de los cómics renovados del vengador enmascarado, aprende a tocar la guitarra o mucho mejor el piano, se ese tipo que quieres ser pero que la realidad -tu realidad- te impide ser.

Me estoy despistando.

Parece que, cada cierto tiempo, nos obligamos a dejar de mirar atrás y nos empeñamos en decirnos que el mañana será más ilusionante. Damos la bienvenida a los nuevos tiempos -con independencia de que lo sean- y nos olvidamos de decirle adiós a los que ya hemos vivido, que son, a fin de cuentas, los reales; los primeros, las quimeras sobre el futuro, todavía no existen.

¡Y son tantas las despedidas! 

Si a partir de mañana ya no hago mi camino habitual hasta el trabajo, si ya no vuelvo a moverme bajo las luces mortecinas de la redacción, ni pido el café con hielo en el bar de al lado, ni cumplo ninguna de las ciento y un rutinas con las que se adornan los monótonos días del año ¿me echará de menos el estanquero que sabe qué marca de tabaco de liar compro, el quiosquero que me ve pasar dos veces al día, la guapísima farmacéutica que me ha curado decenas de catarros, el peluquero que espera que vuelva a entrar para un carísimo corte de pelo?
Lejos de las amistades afianzadas por el paso del tiempo ¿me echará en falta alguno de las docenas de actores que componen mi día a día? ¿o será simplemente un teatrillo que seguirá funcionando sin mi en el escenario y seré yo el que añore, por ejemplo, al rumano que se aposta frente al establecimiento de Loterías del Estado?

Llega septiembre, el mundo sigue girando y en el nuevo ciclo lo que más me preocupa son los actores secundarios.