24 de octubre de 2012

Las carreteras de Madhya Pradesh

La India tiene una extraña capacidad para concentrar el tiempo en sus caminos. En cada uno de ellos parecen entretenerse las horas, asidas a las plantas de arroz en las praderas o escondidas en los socavones de la carretera.

Hay montañas de ladrillos de adobe y bueyes de agua escoltando el vaivén de la furgoneta, su temblor y traqueteo a medida que avanza por caminos empolvados y carreteras socavadas.

Aqui los pueblos parecen no tener límites, se permiten extenderse a los márgenes de las vías sin control alguno, en una línea poco recta que parece no acabarse nunca. Las construcciones de ladrillo, de hormigón, de cemento o contrachapado se alínean siguiendo el contorno del camino, como si el único lugar interesante al que salir cada mañana fueran estas carreteras tan dejadas, tan perdidas.

Los niños piden bolígrafos y gafas, reclaman su lugar en el mundo posando para una fotografía, parlotean entre ellos a gritos mientras le extienden una mano al visitante extranjero. Desde un templo cercano llega el olor a incienso y los cánticos de un anciano.

La soledad se vende cara en las carreteras de Madhya Pradesh. La encontramos kilómetros más adelante, en una explanada dominada por un intenso color verde y el plomizo gris del cielo. Corre el viento y la humedad hace salir a los insectos que salpican toda esta geografía. Durante unos minutos, encontramos uno de esos lugares del mundo en el que poder mirar el horizonte en silencio.

Nuestra presencia ha llamado la atención en los pueblos cercanos. Tres hombres se acercan en una bici, les siguen dos chavales al trote, desde el Este. Un grupo de niños y un anciano desde el Oeste.
Se nos quedan mirando atónitos ¿Qué extranjero podría querer detenerse en un lugar como este, un lugar en ningún sitio?
Queremos hacer una fotografía de nuestros visitantes, pero los del pueblo del Este se niegan a ponerse junto a los del pueblo del Oeste. Se la hacemos solo a los segundos.
Hasta aquí, en mitad de la nada, los hombres tienen rencores.

El reloj indica que el sol se está poniendo, quién podría decirlo con esas nubes espesas, tan estáticas en el firmamento. Hace muchas horas que salimos de Agra, es hora de llegar de una vez a nuestro destino.

22 de octubre de 2012

La mirada de Fidel Castro

Castro desaparece lentamente ante los ojos de un mundo que solo se acuerda de él por los empeños de su entorno por demostrar que sigue vivo. Y aún así, últimamente pasa desapercibido.
En la era de lo digital, Fidel reaparece en fotografías impresas en papel, sujetando la edición de un periódico de anteayer, con sombrero de paja cuidando de un huerto. Son las pruebas fehacientes de que el comandante continúa con vida y también de que se trata de un hombre de otro tiempo, alguien que ha vivido casi cien años y a quien el nuevo siglo ha pillado con el pie cambiado.
Al verle, me doy cuenta de que su mirada es otra. Ya no es la de aquel enardecido orador que recuerdo a mediados de los noventa, clamando contra el imperialismo yankee frente a un estadio repleto o el comandante que dirigía a sus tropas en Bahía Cochinos con actitud decidida que puede verse retratado en el fondo documental del Museo de la Revolución.
Los suyos son unos ojos limpios, ajenos al mundo, perdidos en algún lugar muy lejos de él. Al verle, me doy cuenta de que del héroe cubano, del revolucionario incontestable, del dictador comunista, solo queda una carcasa que se apaga lentamente.
Recuerdo entonces sus propias palabras un 16 de octubre de 1953: "(...) sé que me obligarán al silencio durante muchos años; sé que tratarán de ocultar la verdad por todos los medios posibles; sé que contra mí se alzará la conjura del olvido (...)". Sin duda supo adelantarse en aquel alegato a lo que serían sus últimos años de vida.
Fidel todavía no ha muerto, pero se encuentra ya en otra vida.

Publicado originalmente en: LaSemana.es

16 de octubre de 2012

Ciudadanos rotos

La crisis no sólo ha vaciado nuestros bolsillos, también ha provocado que nos rompamos.

Cada uno de nosotros se afilia involuntariamente a un grupo del que forma parte quiera, o no. Antes de la crisis, España se dividía históricamente y andaba siempre a la gresca entre izquierdas y derechas. Ahora hilamos aún más fino.

Uno es político, banquero o funcionario, parado o trabajador, catalán, gallego, vasco o español, inmigrante, emigrante o nativo, griego o alemán, religioso o ateo, rico o pobre, activista o conformista.

Nos empeñamos en dividirnos y clasificarnos en compartimentos estancos. Puede comprobarlo en los periódicos y telediarios, en la barra de cualquier bar, en la boca del político de turno: todos formamos parte de una sociedad limitada, ajena y aislada del resto. Por supuesto, ninguno de nosotros aceptaría el ingreso en su club de alguien como él.

Todos somos ahora un poco grouchomarxistas y también un poco independentistas. Todos llevamos dentro, digamos, un pequeño nacionalista. Uno de esos tipos que se esfuerza por reivindicar constantemente lo suyo frente a lo de los demás. Su condición, su estatus, su lengua, su hogar, su especialidad, su generación y un larguísimo y pormenorizado etcétera son su trinchera. Un terruño que defender a capa y espada en tiempos de guerra.

Guerra, desavenencia y rompimiento de la paz entre dos o más potencias, según la RAE. No encuentro otra definición mejor para los tiempos que estamos viviendo, porque la crisis no sólo nos ha esquilmado, también nos ha fracturado en mil pedazos enfrentados.

Publicado originalmente en: LaSemana.es

10 de octubre de 2012

Agra

Salimos antes del mediodía desde Jaipur y recorremos el Rajastán hacia el Noreste por la carretera que conduce hasta Agra.
Llegamos al anochecer y nos recibe una ciudad con las luces apagadas. En las últimas semanas, el monzón y un exceso de demanda al malogrado y envejecido tendido eléctrico indio han provocado cortes de luz y el colapso de las comunicaciones y el transporte de todo el Norte del país.
Agra es una ciudad oscura y embarrada que huele a la gasolina con la que los generadores se esmeran por mantenerla en funcionamiento esta noche. Bajo las bombillas aparecen los comerciantes de las mil y una noches que ofrecen licores y opio, cerveza y tabaco, especias y naan
Como si nos fueran siguiendo, los monos parecen dominar el recinto del hotel. Su profundo celo territorial ha derivado en el enverjado de los tragaluces y la terraza que preside la parte trasera del primer piso. Las habitaciones lindan unas con otras en un ancho pasillo destechado en origen y cubierto de uralita posteriormente sobre la que se les oye correr.

Paradójicamente, llegamos al anochecer para ver amanecer al Taj Mahal, sereno y vacío a esas horas del día, blanco en un intenso cielo azul, ahora que el monzón ha dejado paso a un sol inmisericorde, como si se hubieran repartido las horas del día para soportar la convivencia. 
Bajo la tenue oscuridad del fortín de entrada, hace su entrada en escena el gigantesco mausoleo, tan lentamente como se dirijan los pasos hacia él: la gran cúpula y los chattris que la rodean, dos minaretes, cuatro minaretes, la fuente a los pies de su plataforma de mármol, los jardínes que lo rodean, la mezquita roja y su eco, el jawab.

La estricta simetría de todo el recinto lo delata como la invención de un poderoso hombre algo excéntrico a quien el tiempo y el pueblo han convertido en una leyenda de amor: a la muerte de su esposa favorita, un emperador mogol ordenó construir el mausoleo y empezó una estricta vida célibe; cuando tras 20 años concluyeron los trabajos, quiso levantar otro de mármol negro que acogiera su propio cuerpo, ya cercano al fin de sus días; sin embargo, quizá temiendo que hundiese al imperio por su carísimo capricho, uno de sus hijos le arrebató el trono y lo encerró en lo alto de una torre, donde falleció viendo a lo lejos su legado. Puede que el parricida le hubiera tratado con más consideración si hubiera sabido los beneficios económicos que, a largo plazo, traería consigo esta gran atracción funeraria.
Rudyard Kipling, británico enamorado de la India, dijo del Taj Mahal que parecía la encarnación de todas las cosas puras, santas y al mismo tiempo infelices de la vida. El mérito de esa belleza insultante, de esa fina decoración, de toda esa calculada y armónica construcción, más que a un emperador mogol se podría atribuir a los arquitectos y obreros, canteros y carpinteros, orfebreristas y esclavos que la levantaron. La leyenda dice de ellos que fueron decenas de miles en un trabajo conjunto sublime; también que al acabar fueron asesinados o mutilados para evitar que trataran de emularlo, por si después de dos décadas de trabajo tuvieran fuerza y ánimo para volver a empezar.

El Taj Mahal debe volver a mirarse, como hacemos, desde una de las azoteas de la ciudad, desde donde el conjunto, pese a ser el envoltorio de dos simples cenotafios -dos tumbas al fin y al cabo- se presenta como un oasis vivo, verde y limpio dentro de la calurosa y polvorienta Agra. Mármol, ladrillos y coca-cola para despedirnos de ese coloso translúcido y moteado
Querríamos verlo bajo un cielo nublado, cuando el mármol se vuelve gris y se camufla con las nubes, o al atardecer, cuando la luz de los últimos rayos de sol lo anaranja, o al anochecer, cuando la piedra luce su peculiar fluorescencia y se ilumina fingiendo el esplendor de la luna. Pero debemos emprender rumbo al Sur, dejando atrás Uttar Pradesh y recorriendo las carreteras rurales de Madhya Pradesh hacia nuestro próximo destino.
No somos conscientes de ello aún, pero el Taj Mahal le ha dado un vuelco a este viaje, como si solo el haberlo contemplado justificara todas las horas de viaje desde España hasta aquí o hubiera dejado esa impronta que solo tienen unos pocos lugares y que te dice que en algún momento deberás volver.

9 de octubre de 2012

Mas, la senyera y el pan

Artur Mas aplaude cada vez que se agita la bandera catalana o la estelada independentista. Extiende el brazo y alza el pulgar al cielo, por seguir el símil.
Mientras sigan los juegos del España sí, España no, nadie pensará en los dos años de gestión de Gobierno que ha encabezado.

Veo las 98.000 cartulinas de colores agitándose y las imagino aventando a los casi 837.000 parados catalanes (22,16%) o a los casi 1,5 millones de personas que viven en riesgo de pobreza en la Comunidad.
Las cifras bailan al son del grito independentista en el Camp Nou: previsión de déficit en 2011, 5.408 millones, déficit real, más de 6.600 millones; deuda total de Cataluña, 42.000 millones (21% del PIB); rescate solicitado al Estado central, 5.023 millones.
Y los puntos de Liga -mañana será la Champions- aplastan las protestas de meses anteriores por los recortes en Sanidad y Educación, a los intentos por malvender parte del sector público, al cierre de ambulatorios, al gasto farmacéutico, a la reducción de la inversión pública y un larguísimo etcétera.

Esto no es una cuestión identitaria, ni un enfrentamiento Cataluña-España, ni un gran pulso por el lícito derecho de autodeterminación de los pueblos, ni algo que atribuir a la desafección.
Esto es un caso de apropiación indebida de unos símbolos y unos sentimientos que roza la vergüenza ajena.
Tras las banderas, las algaradas y el manido debate se abre paso la realidad: Artur Mas ha descuidado el pan y ha elegido el circo.
Me pregunto cuántos catalanes se lo creerán.

Publicado originalmente en: LaSemana.es

5 de octubre de 2012

Jaipur

Tras la precipitada Delhi, Jaipur parece poder detener el tiempo.
Es una ciudad extrañamente colorida: rosada en su casco antiguo, ambar en sus almenas, amarillo desconchado o blanco derruido en la mayoría de sus casas. Hasta el cine erótico tiene color: azul.

Desde el centro histórico a la laberíntica periferia, toda la ciudad esconde exquisitas trampas para el turista. Los vendedores de plata y gemas preciosas, las fábricas de esparto que dicen vender seda, los cazadores de comisiones, conductores que se vuelven políglotas mudos que gesticulan, niñas malabaristas, niñas contorsionistas, elefantes que se dejan acariciar la trompa, camellos que te esperan a la puerta de un cibercafé, hombres que te ofrecen El País de la semana pasada.
In India, everything is possible, gritan los vendedores mientras sonríen y balancean la cabeza. Es cierto, aquí todo es posible si tienes rupias que gastar.

Aqui un niño de 14 años posee un palacio y se hace llamar maharajá mientras en las calles se mueven libres todo tipo de animales que imponen su ley al tráfico y las mendigas corren con bebés en los brazos hacia el próximo autocar. En un patio interior del palacio hay cuatro puertas decoradas y policromadas y unas persianas tras las que esconder a las mujeres de su vergüenza y una sala de armas y un gran cuadro que relata gloriosas victorias en batallas legendarias. Fuera un niño vende figuritas de madera al sol y otros pescan en el agua estancada entre plásticos, cartones y lo que parecen ser los restos de cien comidas flotando a la luz del mediodía. 
En el centro de ese lago, otro hombre que dijo ser maharajá levantó el Jal Mahal. Hoy espera inundado hasta las plantas superiores que amainen los efectos de la última crecida, aunque parece ser que ya ni siquiera existe un puente por el que acceder.

Y mientras todo eso se amontona y sucede a la vez en la ciudad de Jaipur, en las montañas viven los monos, protegidos por el dios Hanuman, crecidos ante cualquier invasor, vigilando la puesta del sol desde las almenas del fuerte de Nahargarh, controlando que el viento vuelva a dormir otra noche y se guarde tranquilo entre las mil y un ventanas del Hawa Mahal.