8 de enero de 2014

Trilogía del Movimiento: Tres

A veces la vida parece pasar entre momentos y circunstancias que se asumen como excepcionales, como si se hubiera instalado en lo provisional y así estuviera cómoda, sin necesidad de asentarse en una rutina o de adolecer de una costumbre. Esas veces la vida parece como un eterno fin de semana en el campo o cerca del mar, que más da, el caso es que parece un fin de semana lejos de la gente corriente.
La sensación, sin embargo, es la de un impostor, la de alguien que está ahí de prestado.

Recuerdo esa sensación a cuenta de un tipo al que conocí durante mis años en Fayetteville, en el bar cerca de la facultad de Filología y Literatura Española donde ejercía como profesor adjunto y que solía frecuentar junto a mis colegas de departamento. Le llamaban Bob, aunque sospecho que no era su nombre real.
Aparentemente, Bob, o como se llamara, si es que su nombre auténtico llegó a importarle a alguien en algún momento, no tenía más ocupación que la de sentarse a la barra de madera de alcornoque a vaciar una pinta tras otra, lentamente y sin prisas, como el que ha hecho del tedio su ocupación y se dedica a ello en cuerpo y alma, concentrándose en cada pequeño sorbo, en cada viaje a sus labios, en la fina capa de espuma o en las burbujas de su budweiser cuando se acercaba sorbo a sorbo al culo del recipiente.
Le acompañaba siempre una flat coated retriever de pelo liso y azabache, con un pañuelo verde enroscado a modo de collar a un cuello ancho y que en otro tiempo debió ser altivo y esbelto. Jamás llegué a saber el nombre del animal, igual que nunca entendí ni una sola palabra de las que pronunciaba Bob, siempre en evidente estado de embriaguez o demasiado ensimismado en su cerveza como para molestarse en alzar la voz lo suficiente como para hacerla si quiera audible.
Si bien a día de hoy, pasados ya tantos años de aquellas tardes entre la luz tenue y las paredes verde ocre, solo acertaría a esbozar cuatro detalles de Bob -quizá lugares comunes de cualquier mendigo: el pelo ralo y sucio, el chaquetón desgastado, la tez morena y curtida, surcada de arrugas- sí recuerdo con claridad los dos pares de ojos de aquel curioso dúo. Los de él de un azul casi extinto, los de ella cubiertos por esa capa blanquecina y tétrica que dejan las cataratas sobre las miradas.
Paseaba la perra, pese a aquella niebla en la vista, con total seguridad por el bar, olisqueando el suelo en busca de algún cacahuete extraviado, olfateando a los clientes no habituales, moviendo el rabo y apoyando el hocico sobre el regazo de los parroquianos que frecuentaban el establecimiento en busca de un gesto o una palmada en el lomo.
Titubeaba pocas veces en ese andar parsimonioso y cansado que solo muestran los animales más viejos. Quizá al dar con el morro en un taburete fuera de su lugar habitual o al perderse en el laberinto formado por mesas y sillas de grupos alborozados y numerosos. Nunca, sin embargo, la vi perder la pista de su dueño.
Ya de noche, cuando el bar olía a los primeros cubos de lejía y los últimos rezagados remoloneaban codo en barra y arrastrando la lengua, se postraba junto a él, pendiente de su respiración pesada y rota, de su sueño intranquilo con la cabeza escondida entre los brazos, el cuerpo encorvado y volcado sobre la barra y la última pinta del día.
Aguardaba pacientemente a que el dueño agitara a Bob y le acompañara a la puerta o se encargaba de lamerle con cariño la cara cuando completamente borracho se caía del taburete y continuaba su sueño en el suelo, estirado todo lo largo que la gravedad no le permitía cuando se hallaba en posición vertical.
El animal ciego era entonces el guía y acompasaba su paso a los tumbos del amo, girándose de tanto en tanto para oler el aire y cerciorarse de que continuaba junto a ella el camino hacia las vías del tren, perdiéndose ambos al final de la calle, bajo la luz mortecina de las farolas que al día siguiente les volverían a ver llegar hasta la puerta del bar.

Pienso en aquellos años y en Bob y en la perra ciega y no puedo evitar sentir cierta nostalgia por todas esas escenas del pasado a las que asistí sin participar en ninguna de ellas. Ni siquiera para acariciarla o preguntar su nombre, como si saberlo fuera a situarme fehacientemente en aquella trama y me sacara del papel de espectador de un entreacto en el que siempre me esforcé por permanecer.