28 de mayo de 2014

Matemáticas

Era profesor de química y todos le llamábamos Don P. Se ponía gafas de sol solo para dar clase y a veces olía a cerveza, especialmente después del almuerzo, cuando subíamos del recreo y teníamos que sentarnos a recitar de memoria la maldita tabla periódica. 
Digo olía y no apestaba intencionadamente, porque lo primero supone un aroma que se desprende, que emana naturalmente de alguien, mientras que lo segundo, apestaba, tiene unas implicaciones peyorativas que no se corresponden con la figura de aquel profesor algo taciturno y derrotado que impartía, sucesivamente, química, física y matemáticas en mi clase de primaria.
Siempre fui un estudiante de ciencias pésimo. Cada jueves al llegar a casa me tocaba copiar la tabla periódica de arriba a abajo, de izquierda a derecha: alcalinos, lantánidos, halógenos, metaloides, por imperativo de aquel hombre que resoplaba cada vez que yo olvidaba el número atómico y el símbolo, por ejemplo, del Radón.
De igual manera, copié si no una, cien veces, la tabla del siete y realice como un autómata docenas de conversiones del gramo al kilo, de este al decalitro o al mililitro y vuelta a comenzar desde el principio sin entender en ningún momento para qué demonios iba a necesitar todo aquello en un futuro en el que todavía no tenía claro si quería ser psicólogo, como mi madre, o regentar un bar, como hacía mi padre.

Dada y demostrada mi ineptitud para todo lo relativo a los números, siempre me sentí algo responsable del espíritu embotado y triste que mostraba en clase Don P. Al fin y al cabo, pensaba, llega cada día a este aula tratando de enseñarnos una materia con la que aprenderemos a ordenar el mundo, entender el espacio-tiempo, ser resolutivos y funcionales en el mundo que nos espera, y yo solo le puedo devolver números mal escritos y enunciados no resueltos, aunque sin una falta de ortografía.
Lo prolijidad con que encabezaba los problemas que dictaba con esa voz aflautada, impropia de alguien de su envergadura, no me excusaba ante mí mismo -pues no hay peor juez que uno mismo a tan corta edad, cuando la línea entre lo bueno y malo está tan exquisitamente clara y bien trazada que la culpa y la recompensa son bache y meta de fácil acceso- por esas horas en las que jugaba con la X a despejar de la ecuación, la N del radio de una circunferencia o la A y la U del oro, olvidándome de que las letras tenían en ese contexto otro fin distinto a mis malabares.
Tampoco, por supuesto, me disculpaba un ápice ante Don P., que, supongo que aseveraría la mirada tras sus gafas de sol, apretaba los labios como única señal de disgusto ante la parálisis permanente que exhibían sus alumnos, algunos, por otro lado, sobresalientes en todas aquellas materias que no impartía él e incluso en esas mismas materias durante años anteriores.
En algún momento llegué a barruntar que varias generaciones de incapaces para los números habían minado  a aquel profesor otrora brillante, como lo era John Keating, capaz de levantar de sus pupitres a los alumnos más díscolos con entusiasmo, de hacerles resolver integradas, exclamar hipotenusas, hallar el mínimo común múltiplo de la esencia del universo y, en lugar de un poema, escribir una fórmula sintética con que resumirlo.
Llegue a pensar que todos, yo el primero por esa costumbre tan infantil de tomar lo poco conocido como medida del mundo, le provocábamos ojeras y jaquecas que debía ocultar tras las gafas, que a base de disgustos le habíamos obligado a refugiarse en el tabaco, el alcohol y la comida, y de ahí ese cuerpo orondo, ese andar fatigado y acompañado de bufidos, patizambo al apresurarse por no llegar tarde a clase cuando sonaba el timbre.
Llegue a pensar eso y mucho más -cosas como pequeños cabrones, hijos de puta sin futuro- al mirar a mis compañeros de pupitre, sólo por tratar de empatizar con aquel hombre que, pensaba, no tenía culpa por haber dado con unos ineptos como nosotros, incapaces de entender que el concepto infinito será siempre inasumible para cualquier ser humano, como lo es el no-ser de Parménides o la muerte, propia o ajena.
Aquella culpa me acompañó los dos últimos años de primaria y los tres siguientes de secundaria en los que me tuve que enfrentar cualquier asignatura relacionada con los números. Cada vez que aparecía un 2 me entraba el tembleque, sudores fríos si había más de un decimal e incluso me mareaba y perdía la vista si las cantidades ascendían a más de cuatro dígitos, para disgusto de mi padre, que veía en cada mácula del boletín de notas, en cada elección de itinerario académico eludiendo todo lo relacionado con el cálculo, un potencial fracaso de su único hijo a la hora de extraer márgenes de beneficio del café con leche.
Así, haciendo fintas para evitar las matemáticas, fueron pasando los cursos, hasta que pude respirar tranquilo en mi bachiller de Humanidades y posteriormente en mi carrera de Historia, donde progresivamente me olvidé de todos los números, aunque nunca de aquel ser mitológico que había sido Don P. y sus gafas de sol, intrigado como nos tuvo siempre por lo que escondía detrás de ellas.
No fue hasta casi 10 años después, cuando cursaba mi último año en la facultad, que pude dar por finiquitada aquella extraña fascinación.
Ocurrió en un aeropuerto, de regreso de uno de mis habituales viajes a Cartagena para ver a una novia con la que mantenía una sólida relación a distancia. Mientras esperaba el embarque, se sentó a mi lado un tipo con la pierna enyesada, orondo, viejo y desaliñado, que tardé varios minutos en reconocer.
No hubiera sido difícil imaginar que aquel hombre de edad bien avanzada era la evolución lógica de mi antiguo profesor de matemáticas, si no fuera porque ya no llevaba gafas de sol y unos intensos ojos de color parduzco, desconocidos para mí, escrutaban el mundo a cara descubierta, sin la barrera que tantos años antes me había parecido tan natural en él, restándole todos los años que el tiempo le había echado en forma de senectud. 
Creo que él no me reconoció, aunque traté de ponerle situación: curso del noventa y tantos, escuela pública de tal, sentado en la segunda fila a la izquierda del encerado, muy cerca de su mesa y la ventana desde donde se veía el patio, con fulanito y menganito como alumnos destacados, por sus logros o por sus andanzas.
Creo que no me reconoció, digo, pero aún así le debí encontrar exultante y hablador, porque en apenas 45 minutos supe más de lo que pude arañar en los años que compartimos tres horas semanales de clase. Supe entonces que era un fiel amante del arte del bonsai, que invertía horas en cuidar sus árboles en miniatura, en los que derrochaba casi todos sus ingresos; que su plaza como profesor nunca fue en Matemáticas, sino en Educación Física y que debido un problema congénito de rodilla llevaba años de baja, pues el departamento gubernamental correspondiente, sin mucha averiguación, le había considerado invalidado para dar las clases de gimnasia que, sobre un papel, debería tener asignada; que su ex mujer era policía y que le había abandonado cuando descubrió su affair en la red con una jornalera latinoamericana con dos hijos en Perú y un marido preso por pertenecer a una mara; que su hijo era transportista y que le iba bien, que él supiera, porque nadie de su familia le había perdonado aquel escarceo que comenzó como algo inocente en un foro de contactos de Internet.
Hablaba y yo asentía, solo por darle entender que seguía el hilo de su narración, porque en realidad tenía poco que decir mientras él se iba desnudando lentamente ante mí, desmontándose minuto a minuto, descubriéndome que aquel ser mítico de mi infancia, que aquel genio de la ciencia y los números, era un ser vulgar, lleno de carencias y ausencias y vacío de cualquier otro estímulo que no fuera él mismo y sus estúpidos árboles enanos.
Y así, en la sala de espera de un aeropuerto, mientras un profesor de matemáticas retirado por el Estado se adentraba en sus miserias sin saberlo -porque lo eran para mí y no para él- yo comprendí la importancia del hecho de desmitificar la Historia, de mirar a los ojos a los grandes nombres del pasado para comprender que fueron mis iguales, que quizá ni se ganaron su hueco en los libros de texto, sino que lo dictaron a niños sorprendidos y superados que escribían sin conocimiento, sin que nadie le supiera explicar la lección.
Fue entonces cuando pude librarme de mi culpa y perdí el miedo a los números, consciente de que aquel que los comprendía no era mucho mejor que yo.
Embarcamos y él se fue a su asiento y yo al mío, y, por primera vez, puede calcular mentalmente el coste económico de un fin de semana con mi cartagenera y lo que suponía su equivalente en facturas del gas y la luz a lo largo de un año.
Aquel día, es cierto, me libere de la culpa y me deshice de los mitos, pero también comencé perder a una novia a la que no quise volver a ver.

7 de mayo de 2014

Apuntes para poema #0605201401

Hay que estar ahí, al pie del cañón, en tu puesto de trabajo, ganándote el pan con el sudor de tu frente -malditos Adán y Eva- sacando adelante el trabajo, generando riqueza, siendo productivo. Hay que ganar dinero para luego gastarlo, comprarte unos nuevos zapatos, esa chaqueta que no necesitas, ropa interior que se desgasta con cada lavado.


Hay que estar ahí, es imperativo. En las redes sociales, diciendo chorradas, mentiras o medias verdades, siendo el más ingenioso, el más rápido, el primero en contarlo. Hay que ser único, original, inmediato, hay que saber qué decir, qué responder, morderse la lengua y no insultar. Hay que darle al me gusta, compartir solo buenas noticias, contar las tristes como si fueran las únicas, olvidarse de casi todo lo importante, hacer importante todo lo que no lo es, ser el más gracioso y el más solidario, contestar sin ser descortés.


Hay que estar ahí, es imprescindible. Ir al gimnasio, seguir una dieta, tocar la guitarra, leer cien best-sellers o doscientos clásicos, levantar doce kilos y apuntarse a pilates. Votar, defender una opción o la contraria, intentar decir mucho para no decir absolutamente nada, tachar los días del calendario, ser el primero en algo.


Hay que estar ahí, innegablemente. Hay que escribir en este blog, componer mil poemas, acabar cualquier dichosa novela, hacerse leer en treinta y cuatro países, en seis idiomas, dar conciertos para veinte mil personas, actuar en Broadway, exponer en el Moma, levantar rascacielos, marcar goles para la Historia.


Hay que estar ahí, desde luego, sin saber muy bien dónde.