20 de agosto de 2014

El olor del vino

Cuando me contó la siguiente historia, acompañaba yo a Don F. a su visita diaria a los viñedos. Hablaba mientras revisaba con ojo experto las espalderas y examinaba con detalle las vides engarzadas a los hilos metálicos.
En el momento en el que ocurrió debía tener él unos 15 años. Me contó que se había enamorado entonces de una joven a la que había conocido en un campamento de verano al que sus padres le habían enviado mientras realizaban un crucero por el Nilo, una ilusión que acompañaba a su madre desde hace muchos años y que su padre, viéndose fuerte de bolsillo, se decidió a cumplir.
La llamaba G. y era un año menor que él. G. ya sabía cómo utilizar la sexualidad que caracteriza a las chicas a esas edades: prematura para los de su edad adolescente, deliciosa para esos prontos adultos recién llegados al polvo, las carnes prietas y la lencería de centro comercial.
G. era pura sensualidad, nervio adolescente y avanzada madurez. Nunca antes había conocido a una mujer así, me decía Don F. camino del bar, con esa fuerza para transmitir sus decisiones, con esos andares firmes y peligrosos, que viniera a besarme y lo hiciera como si no importara nada más que ella y yo, allí y entonces, en algún punto de la sierra granadina a mediados de julio, o donde y cuando cojones pasara todo aquello, que me hago viejo y se me olvida. Eso me decía.
En esas andaba, adolescente, hormonado y enamorado el Don F. casi niño cuando apareció por el campamento un nuevo monitor que vino a agitar aquel verano que estaba pasando como pasan los primeros veranos al acabarse la niñez. 
Puede que al enfrentarlo ahora lo viera de otra manera, pero su recuerdo lo describía con la planta de un guerrero antiguo, la efigie de un Aquiles alto y de músculo cincelado, de espalda ancha y extremidades ágiles y fuertes, aunque -matizaba- un rostro mas bien mediocre, algo desvirtuado por un agresivo acné del que, si bien no quedaba rastro, si había dejado huella.
Se correspondiera o no el recuerdo con la realidad, aquel monitor supo mirar a G. y G. sintió el escalofrío que sienten las adolescentes cuando un mayor se fija en ellas: agradecen el gesto, supongo, coquetean con ellos, desde luego, y queda en manos de cada una hasta dónde les permiten llegar.
Flirteaban, parece ser, sin ningún tipo de pudor ni reparo en que F. estuviera por allí, lo que le sacaba de quicio y le azuzaba los celos irremediable y comprensiblemente. G. seguía fiel a su noviazgo veraniego y negaba la mayor, por supuesto, pero no podía evitar esa mirada derretida del que desea y que a F. le hacía saberse un estorbo, mientras su rival se pavoneaba y se dejaba querer, al tiempo que -creía F.- merodeaba su presa.

En este estado andaban las cosas cuando se encontraron un día los tres en la cancha de frontón. Contra aquella pared de hormigón verde rumiaba y peloteaba todas las tardes mientras G. trenzaba pulseras de hilo y le hablaba de una tierra que él nunca llegaría a conocer. Era aquel un espacio para ellos hasta que se vio invadido por, digámoslo ya, su rival.
En qué términos se decidió el partido no lo recordaba Don F. con claridad, pero sí que aquello se convirtió en una carretera de polvo y arena en la que se colocaba de frente a un enemigo, la mano sobre el revolver, el sombrero calado y la mirada aviesa del que va a tirar a matar. Él, un chico enclenque y nada dado al deporte, frente a aquel gigante de mirada altiva que no apartaba la vista de las piernas de ella. David y Goliat jugando al frontón por el control de Egipto e Israel.
F. debió de ser un pasable jugador de tenis durante su infancia, porque aguantó punto tras punto el embate del oponente. Si le adelantaba en tres, él ganaba dos, si llegaban a un empate con ventaja, lo deshacía con resolución, si el otro saboreaba la victoria, él le igualaba el marcador. Y siempre en silencio, sin algarabía, hosco a la mirada de G. que, a él nunca le expresé esta opinión, debía asistir a una pelea de gallos con la emoción infantil del que se sabe en buena rifa.
Durante más de hora y media prolongaron el partido. Corrían, sudaban, golpeaban la pelota y se retaban en cada punto. F. recordaba cómo se le iba torciendo la mirada al otro, puede que porque esperase un contrario más fácil de rendir, puede que porque la memoria es mentirosa y quiere ver con el tiempo lo que le pasó desapercibido en el presente. Por ello el relato del último punto era épico, Ulises llegando a Ítaca, Atila cabalgando sobre Roma, la derrota de los turcos en Lepanto, Nelson herido en Trafalgar, la batalla del Ebro hasta la última bala, hasta que F. rompió a su rival con pelota lenta y larga que voló por encima de la raqueta, del brazo estirado, del cuerpo atlético y la cara erosionada, de las enormes deportivas alzadas cinco palmos sobre la pista agrietada y botó una vez y luego dos y tres y rodó como con prisa hacia el roto de la verja que servía para entrar y salir a la parte de atrás de la cancha.
Dijo Don F. que no lo celebró. Que solo se irguió un poco más que de costumbre al ver al gigante doblado por el esfuerzo y el peso de la derrota, que tiró la raqueta a sus pies, como Vercingétorix pero sin haber sido derrotado, y que cogiendo a G. de la mano abandonó el campo de batalla, sin mediar más palabra.
No sé si fue mi primera victoria, pero la recuerdo como si así lo fuera, me dijo Don F. arrancando con la mano varias uvas pochas y descartándolas para la tierra seca. Todas las victorias, dijo, saben a esa, todo el buen vino ganado a una mala cosecha huele a ella.

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