Artur Mas aplaude cada vez que se agita la bandera catalana o la
estelada independentista. Extiende el brazo y alza el pulgar al cielo,
por seguir el símil.
Mientras sigan los juegos del España sí, España no, nadie pensará en los dos años de gestión de Gobierno que ha encabezado.
Veo las 98.000 cartulinas de colores agitándose y las imagino aventando a
los casi 837.000 parados catalanes (22,16%) o a los casi 1,5 millones
de personas que viven en riesgo de pobreza en la Comunidad.
Las cifras bailan al son del grito independentista en el Camp Nou:
previsión de déficit en 2011, 5.408 millones, déficit real, más de 6.600
millones; deuda total de Cataluña, 42.000 millones (21% del PIB);
rescate solicitado al Estado central, 5.023 millones.
Y los puntos de Liga -mañana será la Champions- aplastan las protestas
de meses anteriores por los recortes en Sanidad y Educación, a los
intentos por malvender parte del sector público, al cierre de
ambulatorios, al gasto farmacéutico, a la reducción de la inversión
pública y un larguísimo etcétera.
Esto no es una cuestión identitaria, ni un enfrentamiento
Cataluña-España, ni un gran pulso por el lícito derecho de
autodeterminación de los pueblos, ni algo que atribuir a la desafección.
Esto es un caso de apropiación indebida de unos símbolos y unos sentimientos que roza la vergüenza ajena.
Tras las banderas, las algaradas y el manido debate se abre paso la
realidad: Artur Mas ha descuidado el pan y ha elegido el circo.
Me pregunto cuántos catalanes se lo creerán.
Publicado originalmente en: LaSemana.es
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