El debate sobre el estado de la nación es esa cosa que nuestra clase
política celebra anualmente para dar lustro al Parlamento y que parece interesar
únicamente a los periodistas.
En él veremos a un presidente que ha llevado
al harakiri a los que escribieron su programa electoral buscar en sus apuntes
algún dato económico para el optimismo.
Veremos también al líder del primer
partido de la oposición llevarle la contraria por sistema y atizarle con ese
caso de supuesta financiación ilegal que no termina por llevarse a nadie por
delante.
Después, con suerte, si los medios lo permitimos, veremos qué dicen
el resto de partidos, aunque lo que más nos interese sea la encuesta en torno al
ganador, como si en la discusión sobre el estado de algo pudiera haber
vencedores y vencidos.
Da igual, en cualquier caso, lo que suceda en el
Congreso, esa institución tan blindada como nunca antes en la historia de la
democracia para evitar que la calle se acerque demasiado.
Da igual porque no
nos lo creemos.
El presidente no hallará solución al desastre de los últimos
despidos, al goteo continuo de desahucios, a un Estado del bienestar en proceso
de desmantelamiento, a la ausencia de un futuro en un país sin tejido industrial
ni planes a largo plazo para el modelo productivo.
El líder de la oposición
-si es que alguien lidera eso- no se reconocerá, públicamente, incapacitado para
liderar absolutamente nada. Entre los partidos minoritarios -que injusto ha sido
siempre ese calificativo de los medios- habrá alguno que tape descaradamente sus
vergüenzas porque no puede ser ejemplo de nada y habrá alguno que otro que lance
brindis al sol esperando que sea suyo el titular de la sección de política del
día siguiente.
Con unos partidos políticos esforzándose cada día por
aparecer más desacreditados a ojos de la ciudadanía, con una casta estupefacta
ante las circunstancias y un país entero protestando por lo negro que pinta el
mañana, da igual lo que hagan, porque ya no nos creemos nada.
Publicado originalmente en: LaSemana.es
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