A los tupper los llamábamos fiambreras.
Lo recuerdo a cuenta del debate
en torno a la última ocurrencia de un alto cargo de Educación de la
Xunta.
Los hechos: se debate una reforma del modelo de ayudas a la
educación pública en el Parlamento y, en un momento dado, el político en
cuestión deja caer que las autoridades no pueden garantizar "el análisis,
trazabilidad y el principio de cautela" de los tupper que los alumnos llevan al
colegio. Que precisamente por eso está completamente justificado que lo que
antes recibía una subvención pública ya no la reciba tanto y que a partir de
ahora a pagarlo. Y además, sin remedio, porque las fiambreras no son trazables.
Horas después rectifican: Perdón, que no era eso, que sí estarán permitidos,
pero como no se pueden garantizar "el análisis, trazabilidad y el principio de
cautela" de los tupper, que los niños se sentarán en un sitio aparte, por si
todas esas palabras propias de un gestor de residuos tóxicos son infecciosas y
acabamos todos fatal de lo nuestro.
La primera reacción ha sido la misma
que habría tenido la madre del alto cargo si, sentado en la mesa, rechazara la
comida por no poder garantizar "el principio de cautela" de la misma: Hasta aquí
podíamos llegar, qué barbaridad, ni la comida de una madre nos van a respetar.
Una colleja le caía, seguro.
Y, en fin, cuando uno recuerda las loas de
algunos a nuestro presidente del Gobierno; cuando tira de archivo y rememora
panegíricos sobre la austeridad y la sobriedad con las que llegó Rajoy a Los
Quintos de Mora con su coche, su familia y su tupper en el maletero, no puede
menos que esbozar una sonrisa. Por lo tozuda que es la realidad en una
hemeroteca y por los golpes al hígado que a veces nos da a políticos y
periodistas.
Con esa sonrisa y algo de sardonismo se sienta uno ante el
teclado cuando recuerda algunas historias que le han contado sobre colegios
públicos de la España de los últimos 30 años. Historias que seguro que se
repiten en muchos otros centros de todo el Estado.
Resulta que existen
algunos colegios, en algunos barrios, en los que algunos niños tienen, digamos,
mal controlados los hábitos alimenticios y se presentan día sí, día no, todos
los días, con poco o nada que comer.
Ábrase a partir de aquí el debate sobre
los motivos, pero vamos al grano: esos casos existen. Lo podrán contar muchos
profesores de la enseñanza pública sin suavizar tanto las formas.
Sumemos a
esos casos los que produce la dispersión poblacional en la tierra gallega. El
resultado es un mayor número de niños necesitados del apoyo de lo público: el
colegio, la consejería, la Xunta y el Gobierno de Rajoy, que sabe por
experiencia que aunque la comida se lleve en un tupper, llega fría.
Pero
en este punto de la ecuación topamos con el maldito parné. Porque se supone que
algunos, como contribuyentes, pagamos impuestos para garantizar que lo público
haga ciertas cosas. Servicios de comedor, transporte a quien lo necesite,
bibliotecas, actividades extraescolares, profesores de refuerzo, esas cosas.
Hasta hace unos años así, con sus más y sus menos, ha venido ocurriendo. Con
nuestros impuestos, digamos, garantizábamos una educación pública de calidad,
que facilita la igualdad de oportunidades. Que es para lo que algunos, insisto,
pagamos nuestros impuestos.
Pero es que ahora, ay, los impuestos están a otra
cosa.
Los impuestos están, por ejemplo, para el deporte europeo de moda:
pagar deudas y amainar mercados. Eso, claro, no nos lo van a decir nuestros
políticos, así que prefieren poner sobre la mesa el tupper.
Así no
discutimos qué ha pasado con nuestras contribuciones, ni si podemos prescindir
de las ayudas a los servicios de comedor en los colegios o la idoneidad del
reparto de las partidas presupuestarias. No. Protestamos para evitar que
prohiban los tupper. Derecho a un tupper digno y todo eso.
Y nos olvidamos
que una vez nuestros impuestos sirvieron para eso hasta que los malgastaron y
que ahora nos tocará pagar -otra vez, es decir, a repagar- por un servicio que
hasta hace dos días se consideraba parte de lo público.
Y el que no pueda
pagarlo, que se aparte con su tupper poco trazable. Toda una parábola de lo que
la enseñanza pública de la igualdad de oportunidades acabará siendo de seguir
por estos derroteros.
Así que, en fin, quizá sea mejor volver al
principio: ¿Por qué llamamos tupper a una fiambrera?
Publicado originalmente en: LaSemana.es
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