Desnudarse no es tan sencillo como parece; puede uno quitarse sortijas y avalorios y permanecer tan protegido como lo estaba al principio.
Dicen mójate, implícate, pero es más que cuestionable que a alguien le interese ver a un congénere como Dios, o quien quiera que lo hiciera, lo trajo al mundo. Los hechos lo demuestran y avalan que pueda tachar de imbécil al que proclame a grandes voces que el mundo es ese lugar lleno de amor en el que todos nos besamos en la boca.
Podría contar cómo es una cara reventada y una costilla rota en una sola noche, porque lo he visto en mi cuerpo. Podría explicar que ninguna de las dos cosas hará que vuelva a pasear con miedo, que seguiré disfrutando de la música y mis pasos tanto como hasta ahora lo venía haciendo, que las luces de la ciudad seguirán siendo guías aunque cuando se apaguen acechen en las sombras los violentos. Y qué poético.
Nada de todo lo anterior importará a quien manchó de sangre mi chaqueta. Ni al visitante ocasional o casual de estas líneas, ni al que se detiene en las palabras para escupir su falta de respeto sobre ellas, ni a aquel que una vez creyó reconocerme allá a lo lejos. Ninguno de ellos querrá leer sentimientos en las líneas de mis manos o perder un momento de su preciosa vida por ofrecerme unas monedas por estas entrañas. Pero claro, nada de esto está hecho para ellos.
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