12 de junio de 2015

Indiana Jones y la torre de control

A mi abuelo se le ha ido la olla, dijo sin parecer compungido por ello. Había pasado el fin de semana conduciendo hasta su pueblo para ver al viejo, que padecía demencia senil y al parecer ya no recordaba a ninguna de las personas que se acercaba a visitarle a esa habitación aséptica del hospital.
No habla mucho, me confundió con un hermano menor que murió cuando él tenía catorce años, pregunta por su madre o gente a la que nadie conoce, en fin, anda algo jodido el hombre. Dice mucho, ay, las malagueñas, siempre fueron las más bonitas, o que tenemos que ir a Oporto parando en el Valle del Jerte, todo blanco, rosa, verde, y agita las manos y se ríe. No con picardía, sino con un aire entre infantil e inocente. Se lo debió pasar bien el abuelo.
La última tarde que estuve con él tuvo un momento de lo que en un principio creímos que era lucidez. Mi padre me dijo hace tiempo que mi abuelo se dedicó desde bien joven a vivir de la música en todas sus posibilidades, organizaba algún bolo amateur, tocó en algún que otro grupo todavía más verde, vendió discos, montó una tienda, pinchó en algún garito. En fin, se buscó la vida como pudo haciendo lo que le gustaba y, según se arrancó a contar ese día mi abuelo, en muchas ocasiones se dedicó a la compra-venta de lo que encontraba para mantenerse a flote. Era un mediador, ese que sabe poner a dos en común para llevar a cabo un transacción; un conseguidor al fin y al cabo, dijo.

Motos, coches, alquileres, entradas, en todo lo que veía tajada me metía. Necesitaba el dinero e iba detrás de él. Una vez me ofrecieron una avioneta, una bimotor con hélices, muy sencilla y pesada como un demonio. Tenía que llevarla de Málaga a Ibiza, así que me busqué un amigo que se acababa de sacar el título de piloto y nos fuimos a por ella. Se la iba a alquilar a una empresa de publicidad que quería recorrer el cielo de las playas de la isla, paseando un cartel con anuncios y sonando como un moscardón gigante bajo el sol. 
Hicimos la ruta hasta Cartagena sin problemas, a mediodía, y partimos con el sol aún bien alto hacia el aeropuerto de Ibiza. De repente, cuando ya estábamos a mitad de camino, empiezo a notar al piloto algo nervioso. Mueve las piernas muy rápido de arriba a abajo, mira la consola de mando con rictus rígido, ansioso, disimula el hecho de que está echando miradas furtivas y rápidas hacia todos los lados de la cabina diminuta.
Qué pasa, le digo. No oigo nada, me contesta. No oye la radio, nada, cero, completamente en silencio; creo que se ha roto y la luz del alternador está apagada. Al oírlo me entró el miedo a mi también, a punto de entrar en un aeropuerto con centenares de vuelos comerciales al día que pasarían por encima de nosotros si no podíamos comunicar posición y pista, sin poder hacer señales para buscar un espacio para tocar tierra con la noche ya entrante. Yo no tenía ni idea de para qué servía aquel maldito alternador, pero el que la luz estuviera apagada parecía preocupante para el que sabía pilotar, así que yo empecé a preocuparme aún más. 
Durante lo que parecieron horas fuimos alternando los ataques de histeria el uno y el otro. Yo pensaba en la muerte y él pilotaba en silencio y me decía que iba a poder hacerlo, él pensaba en acabar amerizando de noche y yo le aseguraba que íbamos a llegar hasta una pista de aterrizaje sin que pasara nada más. 
De pronto, tiene una idea, se saca el móvil y me dice llama a mi novia, trabaja en las oficinas de Aviación Civil, seguro que sabe dónde llamar; y como no teníamos señal en el teléfono, decide reducir la altitud a tres-cuatro metros por encima del nivel del mar, picado y oscuro en ese momento. Llamo a la novia, ella descuelga otro teléfono y con uno en cada oreja acuerda con la torre de control del aeropuerto de Ibiza detener el tráfico para un aterrizaje de emergencia. Para cuando lo vemos por fin a lo lejos, más de una docena de aviones comerciales dan vueltas sobre la pista, a la espera de nuevas órdenes, mientras nosotros nos acercamos lentamente, zumbando, a nuestro ritmo. Aún nos permitimos dar unas vueltas sobre la pista antes de aterrizar, porque mi amigo no acaba de ver claro en qué lugar debemos descender.
Al final llegamos de una sola pieza, sudados, abrazándonos de alegría y resoplando y en mitad de todo aquello sale de la torre de control un tipo más bien raro, con el pelo largo, alguna que otra rasta y pendientes en las mejillas. Se acerca con sus gafas pequeñas y sus ojos diminutos, con zancadas de larguirucho y nos dice que lleva un buen rato haciendo señales con las luces de la torre. De fondo, el primer avión comercial de los que esperan sobrevolando Ibiza se aproxima hacia la pista como un cachalote blanco llegando del cielo.
El tipo pregunta qué ha pasado y se mete en la cabina a hurgar en la consola, mientras nosotros le contamos atropelladamente los hechos: sin energía de reserva, sin radio con que avisar, volando sobre un mar embravecido, de noche. Hasta que él, que parece que no está prestando mucha atención a lo que decimos, ve el piloto del alternador y sin pensárselo lleva la mano a un pequeño interruptor y lo levanta con dos dedos. Entonces una luz tenue indica que el alternador vuelve a estar encendido. Después sale del avión, se enciende un cigarrillo, intercambia un par de frases con nosotros y se marcha, como si todo aquello no fuera con él.

Mi abuelo se quedó entonces callado y se echó a reír como un niño. Luego nos contó una historia de un niño que tocaba el tambor calle arriba y calle abajo en su barrio a la hora de la siesta. 
No sé de dónde se sacó la historia, aunque sospecho que fue otra de esas que ha visto en la televisión y que toma como propias; como aquella vez que recordó haber navegado el Ganges selva a través y haber visto tigres e indígenas en taparrabos con cerbatanas. Aunque antes de irme apuntó que la avioneta había acabado en una rotonda, convertida en una escultura sin utilidad en una carretera sin tráfico y sin que nadie se atreviera a volver hacerla volar.
En fin, a mi abuelo se le ha ido la cabeza y ya no sabe si una vez fue él o Indiana Jones. Supongo que un poco como le debe pasar a Harrison Ford.

29 de abril de 2015

En el alambre

Conocí al protagonista de esta historia de la misma forma que conocí a muchos de los personajes que ahora pueblan mi memoria, en una de esas noches inacabables junto a I. dando tumbos por las calles de Madrid. Entrábamos en bares en los que todavía se podía fumar y compartíamos un paquete blando de Lucky Strike, como lo hacían los soldados americanos en los Hazañas Bélicas de mi padre, pedíamos whiskey o bourbon indistintamente y lo mezclábamos con lo que se nos ocurriera. Vagabundeábamos por el centro, siempre en torno a las mismas callejuelas y los mismos ambientes, hablando a gritos de la actualidad, fieles a nuestro oficio de la prensa, haciendo pareja cómica con los grupos de mujeres, cómplices en los conatos de pelea o dueto en las aceras, cuando nos sentábamos en la calle Infante compartiendo unos cascos y cantábamos en bucle como un gorrión, en el alambre, un borracho en el coro esta noche, a mi modo ser libre intenté.
En una de esas noches, da igual cuál, se acercó un tipo algo desgarbado, joven entonces, barbilampiño y vestido de manera descuidada, que quería que le prestara el mechero. Se encendió un cigarrillo que tenía el aspecto de ser también de prestado, con la punta arrugada y la boquilla algo suelta y le dio una larga calada, no como si fuera la última que fuera a dar, pero sí como si fuera la primera que daba en muchas horas. 
He olvidado los detalles de cómo arranco la conversación, pero recuerdo perfectamente su cazadora negra y su gorro de lana, sus maneras pausadas y su aire flemático mientras se interesaba por nuestro origen y profesión. Yo me dedico a vivir mi vida, me dijo mirándome fijamente. Hace unos años me fui a vivir con mi novia a uno de los pisos que su padre tenía en alquiler, salió mal y recogió sus cosas y se fue de casa, dejándome a mi el piso. Ella no lo quería y como lo teníamos a nombre de los dos decidió que yo me quedara con él. Ahora lo alquilo por habitaciones y vivo de lo que me pagan los inquilinos. No hago nada más.
Me impresionó la sinceridad de lo que me pareció una confesión trasnochada, verdadera como el alcohol pronuncia, pero a deshora; una confesión propia de un desconocido al que no vas a reprochar mañana su ausencia de tacto la madrugada anterior o su modo de vida errante y cadente de objetivos a largo plazo. Envidié la libertad que el dinero aparenta, pero me entristecieron sus ojos caídos y apagados, que parecían agotados de no haber encontrado unos estudios que le interesaran, un empleo al que dedicarse, una mujer a la que querer, unos compañeros de piso más limpios y amables.
I. miraba con cierta impaciencia, seguramente cansado de que yo me fuera con cualquiera que tuviera una historia que contar. Era algo que me fascinaba de la vida en Madrid, la facilidad con la que cualquiera podía entablar conversación contigo y describirse en un plano secuencia que duraba un cigarrillo o el tiempo que tardaban en servirte una copa.
La memoria hace trampas y fabula mejor que rememora, pero recuerdo que sentí por aquel desconocido una mezcla de compasión y compañerismo; imaginé a una novia tan harta de él que estaba dispuesta a desentenderse de una propiedad por perderle de vista, unas noches más bien solitarias callejeando en busca de tabaco y bebida barata, unos días larguísimos entre desconocidos y sus biografías pasajeras, una desocupación y una monotonía asfixiantes.
Vivir como aquel tipo era vivir en el alambre, colgado de algo con enlacado barato, maleable y deformable, tan seguro como ocasional. 
Afortunadamente en aquellos escenarios siempre contaba con I. como escudero. A este lo que le pasa es que es un cara que no da un palo al agua, me dijo, y fue como si gritara que no son molinos, que son gigantes para que yo descabalgara de la ensoñación. Así, durante años, I. me rescató de más de mil lances y seres mitológicos.
Quizá por eso relegué en la memoria la historia de aquel desconocido y ahora lo recuerdo como un mimo y no como un gigante de la noche de Madrid.

23 de marzo de 2015

Pájaros sin reloj

Recuerdo, ahora que conduzco por la A-22 y me aproximo a Zaragoza en una tarde de invierno atravesando esta planicie aburrida que puede ser nuestra geografía durante kilómetros y kilómetros, cierta brevísima historia que me contaron hace años.
Me la contó una profesora de primaria nacida en la zona, durante una de sus clases en el colegio público al que yo asistía. Han pasado muchos años ya, aunque menos que los kilómetros que yo llevo recorridos, pero recuerdo aquella historia con todo detalle, igual que el gesto de la maestra al contarla o la impresión que causó a sus tiernos alumnos escucharla, tan cruda como era, tan cruenta como demostraba ser una realidad que apenas empezábamos a conocer.
Cuando era niña, aquella maestra a la que llamaré E., pasaba los días interna en una residencia de Huesca, dado que su pueblo en los Pirineos no tenía capacidad ni alumnado para un instituto propio. Algún que otro fin de semana su padre bajaba de la montaña con un Talbot antiguo y casi acorazado provisto de unos neumáticos de nieve a buscarla, en un camino serpenteante y estrecho de más de dos horas.
En el camino de vuelta, nos contaba, mataba el tiempo mirando por la ventana, observando como las estaciones se sucedían sobre el paisaje y la tierra de semana en semana. A veces, ya con el otoño bien entrado, decía, la nieve y el hielo se adelantaban y cubrían los árboles y los campos, creando un manto blanco que solo rompía el asfalto, ya por el calor de los tubos de escape y el caucho caliente, ya por el paso ocasional de alguna máquina quitanieves, ya por alguna palada casual de sal.
Al rememorar aquel escenario, aquella naturaleza muerta que crea el invierno en el campo, se encontraba puntualmente con unos protagonistas curiosos: pájaros, gorriones corrientes y diminutos, que no habían tenido fuerza para emigrar al Sur o que se habían retrasado en su búsqueda de tierras más cálidas, como si se hubieran olvidado de mirar el reloj y se les hubiera pasado su cita anual con el sol. Lo contaba como si fueran personas despistadas, de las que llegan tarde a los sitios o se les va la cabeza en otra cosa y vuelven con el arroz pasado.
El caso es que esos gorriones rezagados buscaban comida entre la nieve y el hielo con poco éxito, pasando frío y hambre y supongo que, si pudieran, si realmente fueran como personas despistadas que llegan tarde a las citas, arrepintiéndose de no haber abandonado esa tierra antes. Dado que en el campo no encontraban nada, los pájaros volaban hasta la carretera, donde los motores habían ejercido sobre el pavimento el calor suficiente como para echar al hielo de la calzada. Revoloteaban en ella, buscaban qué comer, picoteaban allí y allá y se apartaban deprisa y agitados cuando algún vehículo se aproximaba.
Sin embargo, alguno de ellos, quizás por la inanición, no encontraba la fuerza necesaria o no reaccionaba con suficiente prontitud y moría literalmente aplastado por algún neumático. Sus cuerpos reventaban y se quedaban deshechos y pegados al asfalto por las vísceras y la sangre, mientras sus compañeros de bandada volvían atareados a la afanosa tarea de buscar comida, como si nada hubiera pasado o nada, efectivamente, se pudiera hacer ya.
Así se sucedían los primeros días de invierno para los pájaros en las carreteras del Norte de Aragón que no habían sabido mirar el reloj a tiempo, entre el hambre y la certeza de la muerte.
Escuchábamos la historia boquiabiertos, gesticulando ante ella para avisar a los gorriones de la que se les venía encima; aquel jugársela día tras días por algún insecto con hipotermia o un grano caído duro y correoso. No nos dábamos cuenta de que para algunos de nosotros nuestras vidas iban a ser unos años más tarde muy parecidas a las de aquellos pájaros; la vida nos obligaría a muchos a quedarnos en una tierra ya estéril o fuera de temporada, que no podía ofrecernos más alimento que las sobras de un festín en su crepúsculo a aquellos que no tuviésemos reloj o la inteligencia suficiente como para prever la llegada temprana del invierno.
Recuerdo, ahora que conduzco hacia la nieve, aquella historia y pienso que todos los que escuchábamos éramos pájaros que solo buscan cobijarse a tiempo del frío.

3 de febrero de 2015

La fotografía

No te lo había contado, pero encontré una fotografía dentro del baúl de recuerdos que dejó nuestro padre al morir. A pesar del desorden reinante -ya lo pudiste comprobar cuando aquella mañana de octubre lo abrimos y lo descartamos rápidamente como parte de ese legado involuntario que dejan todos los finados: montones de objetos aparentemente inútiles que no figuran en su herencia y que por algún motivo que se nos escapa a los vivos conservaron hasta el último día- en aquel enorme cofre de madera repleto de pasado, aquella fotografía parecía poseer una entidad propia entre entradas de cine desgastadas, souvenirs de cualquier parte del mundo, pases -rotos- a conciertos a los que tú y yo nunca podremos asistir, cartas manuscritas de gente a la que nunca conocimos; recuerdos, en fin, que en algún momento él debió considerar representativos de situaciones que vivió, supongo, con cierta intensidad. Ya no puedo preguntarle si fueron recuerdos felices o tristes los que configuran el contenido de ese baúl.

Como sé que aún tardarás un tiempo en volver por esta ciudad, déjame describirte la imagen: Debió ser tomada muchas décadas atrás, a tenor del estado del papel y su color algo dañado por el paso del tiempo, como si el proceso de revelado hubiese seguido por su cuenta, sin detenerse por el hecho de que alguien decidiera estampar la imagen.
En ella una mujer a quien no podría poner nombre, pero que en cualquier caso no es esa joven muchacha a la que en sus fotos de juventud podríamos identificar como a nuestra madre, mira el mar. Por la luz, esa luz tan particular, cálida, entre amarillenta y anaranjada, que parece imitar la del sol sobre un oasis, puedo situar la fotografía en algún punto del Mediterráneo, ese mar que tantas veces nos llevó a ver nuestro padre y que observaba con cierta nostalgia cuando, siendo aún pequeños, tú y yo preferíamos la arena y sus castillos o correr por el paseo marítimo antes que adentrarnos en él.
En este caso, el mar no parece algo a lo que haya que temer; la imagen lo ha congelado en una suave balsa de colores azules y turquesas que se deja recorrer por la mirada de la joven semidesnuda. Está de espaldas a la cámara y solo lleva puesta la parte de abajo de un biquini colorido y a rayas amarillas, naranjas y rojas. Los pechos se quedan en una parte de la fotografía que se ha perdido en el tiempo y en los recuerdos de los que estuvieron presentes en la escena; quizá solo nuestro padre conservase memoria de aquel par de tetas, que imagino pequeñas y firmes, como desafiando al mar que las contempla y al oportuno voyeur, suaves al tacto y festoneadas de minúsculos brillos provocados por el salitre, la arena y el sol; quizá, si estaban solos en la playa como me gusta pensar que estuvieron el fotógrafo y la retratada, el recuerdo de aquellos pechos, ahora que él ha muerto, se ha perdido para siempre.
Tampoco podrá decirme qué miraba la joven, ni cómo era su cara, si era tan bonita como yo quiero creer que era viendo su espalda, cuál era su nombre y a qué dedicaba su tiempo, si era estudiante o trabajaba, qué le gustaba comer y leer, además de, supongo, a hacer feliz a aquel joven que muchos años más tarde se convertiría en un viejo calvo y amarillo con la mirada algo gris. Aunque, supongo, en aquel preciso momento ninguno de los dos se imaginaba cuál sería su final o, aún menos,  que había un final para ese instante.

Dado que me llevé la fotografía del trastero que alquilamos a medias para ir depositando todas esas cosas que no quisimos repartirnos, pero tampoco consideramos apropiadas para el contenedor, he tenido ocasión de estudiar cada pequeño detalle de la fotografía. Congelada por el tiempo se queda una mata de pelo rizada asida por un coletero, haciéndole señales a un barco lejano y a una isla que se divisa a medias, tapada por la figura de la joven casi en su totalidad, igual que estanca en la imagen se ha quedado la bruma, esa que es palpable los días de calor y que enturbia la línea del horizonte. He podido descubrir, además, en el margen inferior de la fotografía, casi fuera de encuadre, una diminuta bandera sobre algo que podría ser una torre de arena; que entre los dedos tiene un pitillo y que, casi invisible por el brillo excesivo y la decoloración, lejos de allí navegaba un velero.
Sin embargo y esto te parecerá tan ridículo como propio de mi, el detalle más importante se me pasó de largo hasta hace bien poco, cuando por casualidad la fotografía se deslizó fuera del sobre donde la había guardado y cayó del revés en mi cocina. No sé en qué andaba yo, porque fue mi hija la que, a saber cuánto tiempo después, la recogió y me la entregó con ojos interrogantes. No me la dio mostrándome la imagen, sino el dorso, donde por primera vez me di cuenta de que había algo escrito. Sorprendentemente, mi hija no quería que le explicase dónde, cuándo, quién y cómo en esa fotografía, sino por qué alguien podría haber escrito esas palabras para, ella inocentemente lo creyó así, su padre. 
Al leerlas yo también comprendí cómo, en su error, se sintió mi hija, sorprendida ante la nueva personalidad revelada de su padre, un hombre al que solo conocía una mujer, su madre, al que no imaginaba sonriendo a otras que no fueran ellas dos tras hacerles una foto o corriendo una aventura amorosa en una playa lejos de allí. Comprendí que nosotros tampoco nos habíamos imaginado así a nuestro padre, que nunca llegamos a tratarle como si, además del de padre, hubiera desempeñado otros papeles en su vida. Comprendí que fue amigo y amante, y también tan inexperto como lo hemos sido tú y yo, y que debió cometer errores y obtener grandes victorias sobre las que no supimos jamás. Comprendí, en fin, que no conocimos del todo a nuestro padre.

No pienses, no obstante, que aquello me entristeció -y no debes entristecerte tú tampoco por estas líneas- porque al mismo tiempo caí en la cuenta: aquello me alegraba; no por el hecho de un padre con aristas desconocidas, sino por el hecho de saber que no siempre fue padre y que tuvo la oportunidad de vivir como nosotros una juventud y una vida distinta a la que yo le conocía, tan enclaustrada en sus obligaciones.

Por ello, espero que no me lo tengas en cuenta, he enmarcado y he puesto la foto en la estantería del salón; ese momento que quiero imaginar feliz para nuestro padre y una desconocida me ha parecido una buena forma de guardar su recuerdo.

PS: Ah, sí, las palabras escritas en el dorso:

Grecia. Efjaristó, mon amour.