3 de febrero de 2015

La fotografía

No te lo había contado, pero encontré una fotografía dentro del baúl de recuerdos que dejó nuestro padre al morir. A pesar del desorden reinante -ya lo pudiste comprobar cuando aquella mañana de octubre lo abrimos y lo descartamos rápidamente como parte de ese legado involuntario que dejan todos los finados: montones de objetos aparentemente inútiles que no figuran en su herencia y que por algún motivo que se nos escapa a los vivos conservaron hasta el último día- en aquel enorme cofre de madera repleto de pasado, aquella fotografía parecía poseer una entidad propia entre entradas de cine desgastadas, souvenirs de cualquier parte del mundo, pases -rotos- a conciertos a los que tú y yo nunca podremos asistir, cartas manuscritas de gente a la que nunca conocimos; recuerdos, en fin, que en algún momento él debió considerar representativos de situaciones que vivió, supongo, con cierta intensidad. Ya no puedo preguntarle si fueron recuerdos felices o tristes los que configuran el contenido de ese baúl.

Como sé que aún tardarás un tiempo en volver por esta ciudad, déjame describirte la imagen: Debió ser tomada muchas décadas atrás, a tenor del estado del papel y su color algo dañado por el paso del tiempo, como si el proceso de revelado hubiese seguido por su cuenta, sin detenerse por el hecho de que alguien decidiera estampar la imagen.
En ella una mujer a quien no podría poner nombre, pero que en cualquier caso no es esa joven muchacha a la que en sus fotos de juventud podríamos identificar como a nuestra madre, mira el mar. Por la luz, esa luz tan particular, cálida, entre amarillenta y anaranjada, que parece imitar la del sol sobre un oasis, puedo situar la fotografía en algún punto del Mediterráneo, ese mar que tantas veces nos llevó a ver nuestro padre y que observaba con cierta nostalgia cuando, siendo aún pequeños, tú y yo preferíamos la arena y sus castillos o correr por el paseo marítimo antes que adentrarnos en él.
En este caso, el mar no parece algo a lo que haya que temer; la imagen lo ha congelado en una suave balsa de colores azules y turquesas que se deja recorrer por la mirada de la joven semidesnuda. Está de espaldas a la cámara y solo lleva puesta la parte de abajo de un biquini colorido y a rayas amarillas, naranjas y rojas. Los pechos se quedan en una parte de la fotografía que se ha perdido en el tiempo y en los recuerdos de los que estuvieron presentes en la escena; quizá solo nuestro padre conservase memoria de aquel par de tetas, que imagino pequeñas y firmes, como desafiando al mar que las contempla y al oportuno voyeur, suaves al tacto y festoneadas de minúsculos brillos provocados por el salitre, la arena y el sol; quizá, si estaban solos en la playa como me gusta pensar que estuvieron el fotógrafo y la retratada, el recuerdo de aquellos pechos, ahora que él ha muerto, se ha perdido para siempre.
Tampoco podrá decirme qué miraba la joven, ni cómo era su cara, si era tan bonita como yo quiero creer que era viendo su espalda, cuál era su nombre y a qué dedicaba su tiempo, si era estudiante o trabajaba, qué le gustaba comer y leer, además de, supongo, a hacer feliz a aquel joven que muchos años más tarde se convertiría en un viejo calvo y amarillo con la mirada algo gris. Aunque, supongo, en aquel preciso momento ninguno de los dos se imaginaba cuál sería su final o, aún menos,  que había un final para ese instante.

Dado que me llevé la fotografía del trastero que alquilamos a medias para ir depositando todas esas cosas que no quisimos repartirnos, pero tampoco consideramos apropiadas para el contenedor, he tenido ocasión de estudiar cada pequeño detalle de la fotografía. Congelada por el tiempo se queda una mata de pelo rizada asida por un coletero, haciéndole señales a un barco lejano y a una isla que se divisa a medias, tapada por la figura de la joven casi en su totalidad, igual que estanca en la imagen se ha quedado la bruma, esa que es palpable los días de calor y que enturbia la línea del horizonte. He podido descubrir, además, en el margen inferior de la fotografía, casi fuera de encuadre, una diminuta bandera sobre algo que podría ser una torre de arena; que entre los dedos tiene un pitillo y que, casi invisible por el brillo excesivo y la decoloración, lejos de allí navegaba un velero.
Sin embargo y esto te parecerá tan ridículo como propio de mi, el detalle más importante se me pasó de largo hasta hace bien poco, cuando por casualidad la fotografía se deslizó fuera del sobre donde la había guardado y cayó del revés en mi cocina. No sé en qué andaba yo, porque fue mi hija la que, a saber cuánto tiempo después, la recogió y me la entregó con ojos interrogantes. No me la dio mostrándome la imagen, sino el dorso, donde por primera vez me di cuenta de que había algo escrito. Sorprendentemente, mi hija no quería que le explicase dónde, cuándo, quién y cómo en esa fotografía, sino por qué alguien podría haber escrito esas palabras para, ella inocentemente lo creyó así, su padre. 
Al leerlas yo también comprendí cómo, en su error, se sintió mi hija, sorprendida ante la nueva personalidad revelada de su padre, un hombre al que solo conocía una mujer, su madre, al que no imaginaba sonriendo a otras que no fueran ellas dos tras hacerles una foto o corriendo una aventura amorosa en una playa lejos de allí. Comprendí que nosotros tampoco nos habíamos imaginado así a nuestro padre, que nunca llegamos a tratarle como si, además del de padre, hubiera desempeñado otros papeles en su vida. Comprendí que fue amigo y amante, y también tan inexperto como lo hemos sido tú y yo, y que debió cometer errores y obtener grandes victorias sobre las que no supimos jamás. Comprendí, en fin, que no conocimos del todo a nuestro padre.

No pienses, no obstante, que aquello me entristeció -y no debes entristecerte tú tampoco por estas líneas- porque al mismo tiempo caí en la cuenta: aquello me alegraba; no por el hecho de un padre con aristas desconocidas, sino por el hecho de saber que no siempre fue padre y que tuvo la oportunidad de vivir como nosotros una juventud y una vida distinta a la que yo le conocía, tan enclaustrada en sus obligaciones.

Por ello, espero que no me lo tengas en cuenta, he enmarcado y he puesto la foto en la estantería del salón; ese momento que quiero imaginar feliz para nuestro padre y una desconocida me ha parecido una buena forma de guardar su recuerdo.

PS: Ah, sí, las palabras escritas en el dorso:

Grecia. Efjaristó, mon amour.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Nunca llegamos a conocerles íntimamente, pues cuando llega el momento en el que podrían ser nuestros amigos y no nuestros padres, nuestras vidas está hechas, nuestros amigos escogidos y ellos llevan demasiado tiempo, toda una vida para nosotros, siendo lo que son.
Damos por supuesto su pasado, remoto o cercano, y sólo su ausencia, y ese baúl de recuerdos ajenos, enciende esa duda de si realmente supimos alguna vez quienes y qué fueron nuestros padres.