10 de diciembre de 2010

¿Tiene un cigarrillo?

De regreso a casa, unas manzanas antes de llegar, he visto morir a un hombre.
Había un todoterreno parado en mitad del cruce, sirenas azules y naranjas repicando en los edificios circundantes, una moto de reparto casi partida en dos y dos hombres tratando de reanimar a la víctima.
Alrededor de la escena había multitud de curiosos, algunos de ellos grabando la escena en su móvil. He supuesto que lo hacían para, más tarde, evitar perder el tiempo en explicar lo que habían visto: Un solo clic y lo ves con tus propios ojos. Que nadie te lo cuente.

Ya en la esquina siguiente me he encontrado al muerto. De pie, apoyado en el muro y tocándose un codo del que asomaba un trozo de húmero astillado.

- ¿Duele?
- No. ¿Tiene un cigarrillo?

En la mano derecha le faltaban el anular y el meñique, seguramente seccionados por la manita de freno.
No he tenido más remedio que liarle un pitillo. Quién podría negarle el último cigarrillo a un muerto.

- Veinte cincuenta.
- ¿Perdone?
- Veinte cincuenta. Eso es lo que valía la comida que se ha desparramado en el asfalto. Me ha matado un coche en el primer reparto de la jornada por veinte euros con cincuenta. Veintiuno si me hubiesen dado propina.
- Ahí tiene sus monedas para el barquero -supongo que sólo he intentado quitarle hierro a la situación, pero en los momentos clave uno no siempre está acertado.
- Qué poquito valemos.

Es lo último que ha dicho antes de que yo le dejara con su pitillo; cerraba el supermercado en quince minutos y tenía que comprar huevos, desodorante, aceite y azúcar. Además, he supuesto que, en estos casos, lo mejor es dejar que el difunto disfrute a solas con su humo.

21 de noviembre de 2010

Criatura de escenario

E. ponía empeño en el arte de desaparecer. Cada cierto tiempo uno se encontraba con un armario vacío donde creía que podría encontrarla. 

Limpiaba la escena como una auténtica criminal: ni sábanas revueltas, ni ceniceros sucios, ni manchas delatoras de café. Nunca dejó un rastro de aliento que se pudiera seguir. 
No es sólo que no estuviera, sino que parecía que jamás hubiera estado.


Aún así, la casualidad siempre provocaba que alguien descubriera su escondite. 
Podía haberlo abandonado todo, cambiado el nombre, teñido el pelo, dormido en brazos de un hombre o de una mujer, que su tapadera saltaba por los aires una y otra vez.

Si se la encontraba, torcía el gesto, llevaba una mano a la cadera y encendía un cigarrillo. 
Supongo que se ha vuelto imposible que algo desaparezca para siempre si no es gracias a la muerte, decía. 
Luego regresaba un tiempo, sin contar nunca dónde o con quién había estado. Nadie sabía qué había hecho en su ausencia.
Se la podía ver entonces leyendo en los portales de las calles más céntricas de la ciudad, escondida entre la multitud, pensando su próximo destino y calculando el tamaño que debía alcanzar la próxima vez para deslizarse a través de las grietas que el mundo trataba de ocultarle.

Algunos consideraban a E. un ser egoísta, otros creían que sólo quería ser como Houdini. En cualquiera de los dos casos, se la reconocía como una gran artista del escapismo.

2 de noviembre de 2010

Roque

Conocí a un tipo que se alzaba el cuello cada mañana al salir de casa, porque decía que los mejores días, aquellos en los que los ruidos de la fauna urbana parecen ser la banda sonora de tu camino, sólo podían empezar de esa manera.
Llevaba tupé y chupa de cuero. Cuello alzado, gafas de sol, paso firme, zancadas largas y mirada al frente. Trabajaba en un taller mecánico del sur de la ciudad y nadie sabía limpiar un carburador como él.
La vida no le da nada a los que caminan encorvados, decía, y enfilaba la calle cuesta arriba, hacia la parada del autobús.

Era un tipo curioso. Le llamaban Roque.

22 de octubre de 2010

Por qué combatimos

Llevo unos días dándole vueltas a la pregunta, a cuenta de mi amigo el metafísico, que tiene esa capacidad -el muy cabrón- de clavársela a uno sin que se dé cuenta. De pronto despiertas un día y te das cuenta de que tienes en alguna parte del cuerpo una astilla firmada por él que ha penetrado tan adentro que sólo puedes sacarla por el otro lado. Así es: un experto en inmolarse y hacerte un traje de esquirlas.

Tiene razón en casi todo, como casi siempre. Ya no gritamos.
Y es cierto que la culpa fue nuestra, nos creímos el cuento demasiado, algunos incluso sabiendo que era la mentira más piadosa que nos habían contado. Pero allá que fuímos. De cabeza. Creyéndonos distintos en un mundo que tiene patentado hasta la marca de lo diferente, soñando acaso la inmortalidad de Aquiles, haciendo el amor y presumiendo por ello de originales, esperando ver cambios. Quizá esto último fuese lo mejor de toda la patraña, pensar que podría haber cambios.
Pasan los años y el amor caduca y cambia de manos para los más afortunados, nos damos cuenta de que la individualidad que esgrimimos no es más que una forma de apartarnos de un mundo en el que no queremos vivir, que hasta los mitos se olvidan o que de nada sirve imitarlos. Pasan los años y somos más conscientes de que nuestros gritos se ahogan por insignificantes en el tiempo y en el espacio.
En cierto momento, dejamos de dar voces, agachamos la cabeza y seguimos caminando.

Pero, amigo mío, todavía no nos han matado.
El error fue creer que se sumarían a la lucha, cuando en este bando siempre hemos sido los mismos cuatro gatos. Olvídate del resto y lo verás más claro: ¿Por qué combatimos? Por la libertad, pero no por la suya, sino por la nuestra. Una vez pase el enfado de ver cómo nos hemos sumado al sálvese quien pueda que ellos nos enseñaron, sustituiremos los gritos por susurros y seguiremos peleando. Como un gato panzarriba.
En ese momento, querido amigo, habrá buenas noticias: Los tendremos rodeados.

4 de octubre de 2010

8 AM

A través de la ventanilla del taxi veo al sol devorando lentamente las fachadas de Madrid, esas por las que tú y yo paseamos y por las que ahora nos peleamos, para no perder la posesión de unos tejados llenos de recuerdos que no queremos compartir.

Es lunes y no quiero hablar con el taxista. Él especula sobre el tiempo que vendrá en base a las gotas del ayer, maldice a todos los del gremio que no conducen como él o reflexiona -todo en voz alta- sobre la ruta más rápida al destino.
Qué más dará, pienso para mí, si llegaremos al final igual. Mejor será dejarse las prisas que, eso dicen, no son buenas consejeras. Los atascos se forman por su culpa, porque la gente quiere llegar de prisa a donde quiera que vaya por la mañana, para no perder mucho tiempo en el trayecto.
Si fuéramos inmortales seguramente la cosa cambiaría. Si tienes todo el tiempo del mundo, no debería importante cuánto tiempo consumes en ir de un lado a otro. Podríamos pasar horas en aquellos tramos en los que normalmente no deseamos invertir más que unos minutos.

Claro que entonces puede que nos aburriésemos soberanamente.

24 de septiembre de 2010

En la casa okupa

En una de mis primeras veces en el piso franco de la ciudad, conoci a cierta mujer que había roto consigo misma. 
Casi contra su propia voluntad.
Simplemente notó que él no deseaba estar allí; y ella no quería ser el parásito en una relación que había considerado de simbiontes.
El amado no dijo nada. De hecho casi explotó por no hacerlo. Se puso rojo, sudó, se hinchó y por un momento ella pensó que saldría volando por la ventana o que reventaría esparciéndose por toda su casa.
Si hay algo peor a romper consigo mismo es hacerlo y además poner perdidos el vestido nuevo y las paredes.
Tenía los ojos llenos de tristeza mientras lo contaba. Fue como ver arrancar el tren que quieres coger y pegarte un tiro en el pie para no cogerlo, decía.
Automutilación. Esa fue la palabra que empleó.
Era mayor que yo por aquel entonces y, al ver mi gesto turbado, cambió el suyo para volver a ladear las caderas. 
Se despidió con un esas cosas pasan. Después eligió al guitarrista como acompañante para esa noche.
Supongo que sí, que esas cosas pasan.

18 de septiembre de 2010

Breve autobiografía

Tengo 2 años. Sé que existo porque mis manos y mis pies se mueven a una de mis órdenes.
Tengo 4 años. Entro en el mar sin manguitos y me hundo un metro bajo las olas. Abro los ojos y un pez me mira fijamente. No tengo miedo.
Tengo 7 años. Mi perro salta desde un primer piso sólo porque yo le llamo desde la calle. Comprendo el concepto de fe y fidelidad.
Tengo 9 años. Viajo en un avión entre las nubes. Llego a un lugar donde se derrite un enorme glaciar. Sigo a mis padres montaña arriba.
Tengo 13 años. Una chica con falda vaquera habla sin parar y me pasa un cigarrillo. Toso y ella se ríe. Al hacerlo, deja entrever su ropa interior. Le doy otra calada.
Tengo 16 años. Bailo freneticamente. El mundo parece estirarse y descomponerse a mi alrededor. Miro sin llegar a ver. Me salen caracajadas sin querer. Me desmayo.
Tengo 18 años. Me instalo en una ciudad en la que no sé si quiero estar. Todo parece hostil. Me acuesto en una cama diminuta, dentro de un cuarto diminuto. Me pregunto si he escogido bien el camino.
Tengo 21 años. Unos ojos marrones sonríen siempre que me ven. Estoy enamorado.
Tengo 25 años. Unos ojos marrones me gritan y me reprochan. Me asomo al balcón y me pregunto si seguimos estando enamorados.
Tengo 27 años. Unos ojos verdes me miran. Unos ojos azules me miran. Unos ojos negros me miran. Unos ojos marrones me miran. Ninguno de ellos son los suyos.
Me acerco a los 28. Miro mis manos y mis pies. Responden a mis órdenes, pero ya no sé si existo.

12 de septiembre de 2010

Inevitable

A veces nos aterra lo inevitable, aquello que llega pese a quien le pese. 
Puede que sea por la capacidad que tiene para escapar a nuestro control, especialmente en sus últimos estadios, cuando el hecho está a punto de producirse.
No temáis ante lo que llegará querais o no -decía ella con frecuencia- el tiempo que pasáis intentando esconderos de algo que os acabará atrapando podríais pasarlo preparándoos para afrontarlo.
Cuando el monstruo eche la puerta abajo, que nos encuentre armado y dispuestos a vender caro el pellejo, resumía uno. Si sucederá deseemos o no, porqué preocuparse, mejor esperar a que acontezca, apuntaba otro.
Tenía un séquito de discípulos muy variopinto. Y una corte de aduladores enorme.
Sea cual sea la opción, el miedo siempre sobra de la ecuación.
Era una gran maestra.

8 de septiembre de 2010

Pildora preotoñal

De pronto Madrid advierte de la llegada del otoño. Nunca lo había hecho. Será que alguien le ha enseñado buenos modales.
El viento se ha tornado frío y el sol ha adquirido ese carácter taimado que hace que se le perdonen los días implacables de verano.
Y yo corriendo por la calle tras las palabras que se me olvidan, actúo lo justo y medito demasiado, que el otoño siempre me pone melancólico.
En esas estamos en la capital, preguntándome porqué todas las letras de la sopa flotan formando las mismas tres sílabas, si sucederá sólo en esta ciudad o quizá deba resignarme para siempre con un simple caldo.
De ahí que agradezca que alguien me avise de que pronto será tiempo de chaqueta, últimamente ando algo ensimismado y sujetos así son los primeros en agarrarse un costipado.

13 de julio de 2010

Y un lápiz de recuerdo

- No sabía que tocabas la guitarra
Me la encontré, como en los últimos años, en la sala de espera de un aeropuerto, uno de esos lugares lleno de caras largas y melancolía.
- No la toco, la llevo sólo por presumir.
Se reía siempre con mis estupideces y yo, que me crezco con el público fácil, le regalaba todas las que el tiempo hasta el embarque me permitía.
- No te rías tanto, es cierto, soy incapaz de juntar tres acordes sin que suene a rota.
La última vez que la ví, llevaba una flor amarilla en el pelo y me regaló un pequeño lápiz de color azul, de unos cuatro dedos de largo y mina gruesa y suave.
Nunca hubo manera de conseguir su teléfono. O quizá ya lo tenía y ella lo sabía y yo no. En cualquier caso, nunca nos llamamos.
Nuestros encuentros se limitaban a que la casualidad nos reuniera en una terminal. Fue una relación sólo de ida, desde luego.

29 de junio de 2010

Año cero

Desde que padezco de insomnio agradezco las noches de San Juan, aunque desde entonces las paso todas lejos del mar, que es, al fin y al cabo, el espacio natural de las hogueras.
Como tengo algo de asceta nunca salto las llamas, las cruzo pisando fuerte las brasas mientras arrojo las cosas a dejar atrás y aprieto fuerte en mi puño las que me quiero quedar.
Aunque este año volví a hacerme un lío: quería quemar a mis demonios y pedí tenerte. Supongo que me quedé el papel equivocado, porque tú te has ido y yo me siento igual de sucio que ayer.
Cosas de confiar en los hados.
Menos mal que durante dos días llovió, así por lo menos pude mojarme los pies.

9 de junio de 2010

Un niño, un hombre

El niño tiene los ojos grandes, que se vuelven enormes canicas brillantes cuando mira desde el suelo al hombre y los surcos que parecen continuar sus párpados más allá de sus cejas.
Tienen una relación extraña.
El hombre riñe al niño porque no se comporta como él quiere que lo haga; el niño se enfada con el hombre porque él quiere ser otra cosa distinta a lo que le dicen que sea.
El hombre no reconoce en el niño nada de él, o reconoce demasiado y teme que acabe cometiendo los mismos errores.
El niño reniega de lo que parece su futuro y, aunque copia actitudes del hombre, se siente distinto, menos enfadado, menos vivido; menos hombre, más niño.
Pero el niño y el hombre ignoran que sienten lo mismo. El segundo fue lo primero antes de convertirse en lo que es; el primero será lo segundo después de superar lo que es.
Quizá por eso se enfrentan cuando el uno defrauda al otro, aunque, ante situación idéntica, uno no aplique lo que le enseñaron y el otro incumpla lo que promulgó.
Pese a todo, y aunque no lo digan, el hombre de rostro curtido y el niño de los ojos grandes saben mirarse de igual a igual y con idéntico orgullo.

7 de junio de 2010

Ruta en el 164

En el autobús de camino al centro, un hombre entra con gesto abatido. El pelo largo y lacio sobre la cara, la ropa grande, la barba descuidada.
Permanece unos minutos del trayecto en silencio, temblándole la barbilla, los ojos fijos en sus zapatos, como si tuvieran respuestas a preguntas que no sabe hacer.
En mitad de una glorieta, el temblor de su barbilla se convierte en un balbuceo, después en una especie de sollozo y, cuando la ruta afronta una ancha avenida, comienza a proferir un confuso llanto.
Se ha ido se ha ido y he sido yo con estas dos manos el que la ha soltado el que la ha empujado el que dijo 'vete' y luego 'quédate' y luego 'no me dejes nunca'.
Lo repite, una y otra vez, como quien reza un rosario, pero a medida que culmina la frase y la retoma gesticula más dramáticamente; cae de rodillas, se golpea el pecho, se tira del pelo, se tapa los ojos enrojecidos con las dos manos. Y llora, con una intensidad tal que diríase que es un bebé reclamando a sus padres en mitad de la noche.
Todo el autobús guarda silencio mientras se desarrolla la escena. Una señora busca en su monedero cierto consuelo para ese chico tan joven, tan poco merecedor de lágrimas o tan nuevo en ellas, pero entonces el viaje se detiene en un lugar donde no hay parada.
El conductor abre la puerta de pasajeros con gesto resignado, mira por el retrovisor, da la vuelta por la parte delantera y entra, los hombros caídos y cierta comprensión en su mirada.
Pone la mano sobre el animal herido con suavidad y mientras le ayuda a levantarse y le acompaña hasta la acera, aún gimoteante y derrotado, se le oye decirle ánimo compadre, todos alguna vez la hemos cagado.
Cuando vuelve a poner en marcha el autobús, con el hombre desorientado en mitad de una calle abarrotada de gente que le mira y se aparta de su lado, el conductor, entre dientes, masculla: siempre igual, putos poetas.

20 de mayo de 2010

Una tarde en el balcón

(...)
- Te he dicho mil veces que no quiero que la pegues
- ¿Que más da?
- Porque no, porque la dejas marcas
- Eso a mí me da igual
La madre sigue calle abajo en silencio y el cabroncete que va a su lado la sigue descojonado y despreocupado a la par.
Qué lección de moralidad le acaban de regalar al espectador.
Si les oyera Bibiana Aído. Uno al gulag de reorientación por la igualdad. A la otra lo mismo la mandaba fusilar.
Y uno aquí poniéndose trascendental con lo inherente de la justificación de la violencia en la sociedad.
Vaya tela.

25 de febrero de 2010

Óleo

En el extremo inferior izquierdo, al final de un muelle que se aleja hasta un segundo plano, hay un tipo que se parece a Otis Redding. Bien podría estar viendo pasar el tiempo en el vaivén de las olas.
Sobre el final de la plataforma se alza la línea del horizonte, rebasada por los tonos cálidos, rojos, naranjas y amarillos que el sol muriendo expande a lo largo de la línea superior del mar. Los colores se transforman en azules oscuros y apagados, amoratados en ciertas pinceladas, a medida que se alejan de su matriz.
Allá donde la esfera se sumerge el agua se torna casi turquesa en una línea recta que alcanza la orilla, sobre la que corre un tipo de sudadera gris y deportivas oscuras protegido por su capucha. Su sombra se alarga y desbarata sobre la arena transformada en diminutas dunas moldeadas por el recorrer del viento.
Las gaviotas alzan el vuelo a su paso, revolotean espantadas a su alrededor y viran hacia el oeste, hacia el dique natural sobre el que se ha construido una colorida feria. Las luces de la noria ya destacan sobre las del final del día y se adivina cierto ajetreo en las taquillas de las atracciones, quizá ya rodeadas de globos, gofres, nubes de algodón.
El cuadro, sin autor que lo firme, se pintó un martes cualquiera.

13 de enero de 2010

Avatar en la Biblioteca de Babel

"La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma".
La Biblioteca de Babel fue en su día uno de los relatos que más honda impresión me causó. La idea, una de las muchas que subyace del texto de Borges, de que nada es enteramente original, que todo le debe pleitesía a alguna creación anterior, que a su vez se la debe a otra que llegó mucho antes, causa vértigo.
¿Hasta cuándo habría que remontarse para encontrar la fuente primera -la de la verdadera originalidad- de algunas de las obras maestras que marcaron o marcarán la historia de la humanidad?
Una profesora de Literatura Universal que conocí diría que hasta el Antiguo Testamento. Un estudiante de Historia iría aún más allá: Mesopotamia y, aún antes, al Valle del Indo.
La reflexión llega después de tres horas de Avatar.
Alguien ha señalado que la cinta es una revisión de Bailando con Lobos. Voy a ir un paso más allá, para no ser menos.
En realidad, James Cameron ha adaptado Pocahontas. Eso sí, ahorrándonos los minutos musicales Disney. Lo cual le agradeceré eternamente.
Es más, diría que cuando Cameron vio el tostón insufrible que es El Nuevo Mundo se frotó las manos. Estos no saben hacer un remake, se dijo.
El canto ecologista, la historia de amor entre el hombre blanco y la nativa, la crítica antiimperialista, el desarrollo del personaje del protagonista, el carácter guerrero de la chica, lo malo malísimo que es -valga la redundancia- el malo de la película...
Tú a mi no me engañas James, te encantó el rollito de la india y el rubiales.
Si a ese cuarto y mitad de guión Disney, le añades otro tanto de épica narrativa y unos efectos visuales que realcen el conjunto, tienes el resultado: la cinta más cara y que más ha recaudado en la historia del cine.
Por tener, Avatar ya tiene hasta las críticas del Vaticano, que considera que el ecologismo se está convirtiendo en "una pseudo-religión". Pobres. No debe molar nada tener que repartirse el pastel con adoradores de árboles.
Mamonadas al margen, veredicto final del que abajo firma, aprobado alto.
Pero como dijo el gran Borges esta epístola inútil y palabrera ya existe (...) y también su refutación.

3 de enero de 2010

Mitología

Sé lo que parece: un pulso difícil.
Como ponerse en el papel de David cuando levanta la vista para mirar por primera vez los ojos de Goliath.
Supongo que en momentos así uno sólo puede pensar y ahora dónde le meto yo la pedrada a esto.
Como en ese mismo caso, todo es cuestión del ángulo en el que se apunte.
Los gigantes, al fin y al cabo, se derriban como los grandes retos. Dándoles entre ceja y ceja.