7 de junio de 2010

Ruta en el 164

En el autobús de camino al centro, un hombre entra con gesto abatido. El pelo largo y lacio sobre la cara, la ropa grande, la barba descuidada.
Permanece unos minutos del trayecto en silencio, temblándole la barbilla, los ojos fijos en sus zapatos, como si tuvieran respuestas a preguntas que no sabe hacer.
En mitad de una glorieta, el temblor de su barbilla se convierte en un balbuceo, después en una especie de sollozo y, cuando la ruta afronta una ancha avenida, comienza a proferir un confuso llanto.
Se ha ido se ha ido y he sido yo con estas dos manos el que la ha soltado el que la ha empujado el que dijo 'vete' y luego 'quédate' y luego 'no me dejes nunca'.
Lo repite, una y otra vez, como quien reza un rosario, pero a medida que culmina la frase y la retoma gesticula más dramáticamente; cae de rodillas, se golpea el pecho, se tira del pelo, se tapa los ojos enrojecidos con las dos manos. Y llora, con una intensidad tal que diríase que es un bebé reclamando a sus padres en mitad de la noche.
Todo el autobús guarda silencio mientras se desarrolla la escena. Una señora busca en su monedero cierto consuelo para ese chico tan joven, tan poco merecedor de lágrimas o tan nuevo en ellas, pero entonces el viaje se detiene en un lugar donde no hay parada.
El conductor abre la puerta de pasajeros con gesto resignado, mira por el retrovisor, da la vuelta por la parte delantera y entra, los hombros caídos y cierta comprensión en su mirada.
Pone la mano sobre el animal herido con suavidad y mientras le ayuda a levantarse y le acompaña hasta la acera, aún gimoteante y derrotado, se le oye decirle ánimo compadre, todos alguna vez la hemos cagado.
Cuando vuelve a poner en marcha el autobús, con el hombre desorientado en mitad de una calle abarrotada de gente que le mira y se aparta de su lado, el conductor, entre dientes, masculla: siempre igual, putos poetas.

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