29 de abril de 2015

En el alambre

Conocí al protagonista de esta historia de la misma forma que conocí a muchos de los personajes que ahora pueblan mi memoria, en una de esas noches inacabables junto a I. dando tumbos por las calles de Madrid. Entrábamos en bares en los que todavía se podía fumar y compartíamos un paquete blando de Lucky Strike, como lo hacían los soldados americanos en los Hazañas Bélicas de mi padre, pedíamos whiskey o bourbon indistintamente y lo mezclábamos con lo que se nos ocurriera. Vagabundeábamos por el centro, siempre en torno a las mismas callejuelas y los mismos ambientes, hablando a gritos de la actualidad, fieles a nuestro oficio de la prensa, haciendo pareja cómica con los grupos de mujeres, cómplices en los conatos de pelea o dueto en las aceras, cuando nos sentábamos en la calle Infante compartiendo unos cascos y cantábamos en bucle como un gorrión, en el alambre, un borracho en el coro esta noche, a mi modo ser libre intenté.
En una de esas noches, da igual cuál, se acercó un tipo algo desgarbado, joven entonces, barbilampiño y vestido de manera descuidada, que quería que le prestara el mechero. Se encendió un cigarrillo que tenía el aspecto de ser también de prestado, con la punta arrugada y la boquilla algo suelta y le dio una larga calada, no como si fuera la última que fuera a dar, pero sí como si fuera la primera que daba en muchas horas. 
He olvidado los detalles de cómo arranco la conversación, pero recuerdo perfectamente su cazadora negra y su gorro de lana, sus maneras pausadas y su aire flemático mientras se interesaba por nuestro origen y profesión. Yo me dedico a vivir mi vida, me dijo mirándome fijamente. Hace unos años me fui a vivir con mi novia a uno de los pisos que su padre tenía en alquiler, salió mal y recogió sus cosas y se fue de casa, dejándome a mi el piso. Ella no lo quería y como lo teníamos a nombre de los dos decidió que yo me quedara con él. Ahora lo alquilo por habitaciones y vivo de lo que me pagan los inquilinos. No hago nada más.
Me impresionó la sinceridad de lo que me pareció una confesión trasnochada, verdadera como el alcohol pronuncia, pero a deshora; una confesión propia de un desconocido al que no vas a reprochar mañana su ausencia de tacto la madrugada anterior o su modo de vida errante y cadente de objetivos a largo plazo. Envidié la libertad que el dinero aparenta, pero me entristecieron sus ojos caídos y apagados, que parecían agotados de no haber encontrado unos estudios que le interesaran, un empleo al que dedicarse, una mujer a la que querer, unos compañeros de piso más limpios y amables.
I. miraba con cierta impaciencia, seguramente cansado de que yo me fuera con cualquiera que tuviera una historia que contar. Era algo que me fascinaba de la vida en Madrid, la facilidad con la que cualquiera podía entablar conversación contigo y describirse en un plano secuencia que duraba un cigarrillo o el tiempo que tardaban en servirte una copa.
La memoria hace trampas y fabula mejor que rememora, pero recuerdo que sentí por aquel desconocido una mezcla de compasión y compañerismo; imaginé a una novia tan harta de él que estaba dispuesta a desentenderse de una propiedad por perderle de vista, unas noches más bien solitarias callejeando en busca de tabaco y bebida barata, unos días larguísimos entre desconocidos y sus biografías pasajeras, una desocupación y una monotonía asfixiantes.
Vivir como aquel tipo era vivir en el alambre, colgado de algo con enlacado barato, maleable y deformable, tan seguro como ocasional. 
Afortunadamente en aquellos escenarios siempre contaba con I. como escudero. A este lo que le pasa es que es un cara que no da un palo al agua, me dijo, y fue como si gritara que no son molinos, que son gigantes para que yo descabalgara de la ensoñación. Así, durante años, I. me rescató de más de mil lances y seres mitológicos.
Quizá por eso relegué en la memoria la historia de aquel desconocido y ahora lo recuerdo como un mimo y no como un gigante de la noche de Madrid.

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