Este día no existe. Es una invención del ser humano. Sólo es real para él. Alguien responderá que esa última afirmación le otorga el derecho a formar parte de nuestro mundo con las misma categoría que, por ejemplo, un árbol, pero cabe recordar que la paradoja dice que cuando éste cae no es necesario que el ego humano figure allí en cuerpo y espíritu para que haga ruido.
Lo cierto es que la presencia del 29 de febrero en el calendario responde a una extraña manía del hombre por mantener bajo control cualquier cosa de la que tenga conocimiento. Si ha de ser por la fuerza, pues entonces sea. Pero como en este caso no se puede, al menos no con mediante una intervención física, hemos aprendido a jugar sucio contra el funcionamiento incómodo del universo.
Los acontecimientos por los que se llegó al punto en el que nos encontramos ahora podrían ser el argumento de cualquier best-seller histórico. En el mismo concilio de obispos en que se forjaron las bases de la actual Trinidad -gracias a un golpe de mano del emperador Constantino para mantener unido el imperio romano, todo hay que decirlo- por allá en el 325 d.C. nadie cayó en la cuenta de que los cálculos para establecer la celebración de la Pascua no eran del todo exactos. Llevaban ya un tiempo atribuyéndole al año 365 días y seis horas y, como el método de cálculo lo había decidido Julio César, nadie se atrevió a remover de aquella forma tan vil su sepultura por esos algo más de diez minutos que le sobraban a la cuenta. Más de mil años más tarde, en otra de esas convivencias desenfrenadas de la jerarquía eclesiástica y ante el mogollón que le estaban montando los protestantes a la religión única, grande y verdadera, se decidió que, puestos a poner orden, arreglarían el desbarajuste en el calendario -y en las fechas de la Pascua- que había provocado la acumulación en el tiempo de los minutos que le sobraron a César.
Así se explica la aparición, una vez cada cuatro años, de un día que no es más que una suma de minutos mal contados, un saco en el que arrojar todas esas piezas que sobraron al meter mano al espacio-tiempo, con las consecuencias que esto conlleva: en algún momento habrá que reabrir ese cajón de sastre para hacer inventario de los segundos que ningún obispo tuvo en cuenta y, llegado el 28 de febrero, mantener al día siguiente en el olvido hasta que sus dos cifras encajen con nuestros calendarios.
Seguro que entonces lo echaremos de menos.
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