29 de febrero de 2008

Al César lo que es del César

Este día no existe. Es una invención del ser humano. Sólo es real para él. Alguien responderá que esa última afirmación le otorga el derecho a formar parte de nuestro mundo con las misma categoría que, por ejemplo, un árbol, pero cabe recordar que la paradoja dice que cuando éste cae no es necesario que el ego humano figure allí en cuerpo y espíritu para que haga ruido.
Lo cierto es que la presencia del 29 de febrero en el calendario responde a una extraña manía del hombre por mantener bajo control cualquier cosa de la que tenga conocimiento. Si ha de ser por la fuerza, pues entonces sea. Pero como en este caso no se puede, al menos no con mediante una intervención física, hemos aprendido a jugar sucio contra el funcionamiento incómodo del universo.
Los acontecimientos por los que se llegó al punto en el que nos encontramos ahora podrían ser el argumento de cualquier best-seller histórico. En el mismo concilio de obispos en que se forjaron las bases de la actual Trinidad -gracias a un golpe de mano del emperador Constantino para mantener unido el imperio romano, todo hay que decirlo- por allá en el 325 d.C. nadie cayó en la cuenta de que los cálculos para establecer la celebración de la Pascua no eran del todo exactos. Llevaban ya un tiempo atribuyéndole al año 365 días y seis horas y, como el método de cálculo lo había decidido Julio César, nadie se atrevió a remover de aquella forma tan vil su sepultura por esos algo más de diez minutos que le sobraban a la cuenta. Más de mil años más tarde, en otra de esas convivencias desenfrenadas de la jerarquía eclesiástica y ante el mogollón que le estaban montando los protestantes a la religión única, grande y verdadera, se decidió que, puestos a poner orden, arreglarían el desbarajuste en el calendario -y en las fechas de la Pascua- que había provocado la acumulación en el tiempo de los minutos que le sobraron a César.
Así se explica la aparición, una vez cada cuatro años, de un día que no es más que una suma de minutos mal contados, un saco en el que arrojar todas esas piezas que sobraron al meter mano al espacio-tiempo, con las consecuencias que esto conlleva: en algún momento habrá que reabrir ese cajón de sastre para hacer inventario de los segundos que ningún obispo tuvo en cuenta y, llegado el 28 de febrero, mantener al día siguiente en el olvido hasta que sus dos cifras encajen con nuestros calendarios.
Seguro que entonces lo echaremos de menos.

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20 de febrero de 2008

Hasta siempre, comandante

El revuelo internacional que se ha formado por la última carta del comandante Castro se diluye en el Malecón de La Habana igual que el viajero ve desde la fortaleza del Morro ensombrecerse la ciudad vieja a medida que el sol se pone tras ella: lentamente y con menos ventolera de la que se le ha dado en el resto del mundo, que no es precisamente donde más pueda interesar.
Las ganas de enterrar a Fidel han hecho que medio mundo enarbole la bandera de la democracia para ser el primero en ponerla en Cuba, algunos incluso han hecho ademán de presentarse en cuerpo y alma ante la Asamblea Nacional del Poder Popular a proclamar ellos mismos el cambio de régimen y abrirle mañana mismo la puerta a la libertad, con su prensa independiente, su respeto a los Derechos Humanos, su pluralismo político y su capitalismo, claro.
Pero en la capital de la isla, igual que en Cienfuegos, Bahía Cochinos o Santa Clara, todo sigue en calma y alguno que otro aquí recuerda la media década que le ha costado a la República Popular China dar un paso hacia la propiedad privada o se pregunta si tendrá razón Fraga, que más de una queimada se ha preparado en sana competición con el comandante, cuando dice que el hermano del jefe de Estado es un pragmático y que, por tanto, acabará por abrir el puño.
La sensación general en este archipiélago de las Antillas es la de que el resto del mundo no comprende, no conoce, no ha vivido con el comandante y no acaba de entender que para acabar con el terco de Fidel ha tenido que visitarle la propia muerte para aferrarle por el cuello y obligarle a pensar que incluso él debe llegar en algún momento al final.
Para el adepto al sueño de Marx o incluso para el que cree que otro mundo es posible, lo único que acontece ahora es la lenta despedida de un mito, del símbolo vivo de la revolución, del cabecilla del asalto al cuartel Moncada y el compañero del Che, ese semidios que vive en el boca a boca de las ruinas coloniales de Cuba y que, para fortuna de empresarios y soñadores, jamás se vio corrompido por la dictadura de Fidel.
La patria seguirá por muchos años como hasta ayer, comentan en voz baja cinco cubanos sentados en un banco del paseo de José Martí antes de acercarse a la ventana del desdichado que puede ver el serial de las cinco en el interior de su casa y no disfruta de la singular desvergüenza y los comentarios de los mirones habituales.
Pero fuera de esa burbuja del tiempo y los sentidos que es Cuba, nadie piensa realmente en el mañana de sus habitantes y abre el periódico de hoy sabiendo de antemano que esa isla siempre fue una despiadada dictadura o el cuento de un bonito sueño que la historia absolverá.
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10 de febrero de 2008

Dos noches y tres días

María y Diego estaban predestinados. Décima, la parca, lo tenía todo previsto. Únicamente cabía esperar al momento oportuno de la historia que ella misma había fraguado con la ayuda de Nona y Morta para dar la armoniosa puntada de unión a aquellos dos hilos que pendían sujetos del mismo índice y el mismo pulgar.
Ese fin de semana viajarían en la parte de atrás del mismo coche con destino a una ciudad del Norte que ninguno de los dos había visitado, invitados por Luis y Catalina, unos amigos que nunca les habían presentado y que, cansados de verles hibernar en sus respectivos cubículos cosmopolitas, les ofrecieron dos noches y tres días en aquella casa rural tan perdida en la montaña.
Catalina se haría un lío con el mapa y Luis se olvidaría de que el Peugeot 205 de su hermano no marcaba correctamente la gasolina que le hacía recorrer kilómetros lentamente. El viaje quedaría truncado en alguna carretera secundaria de Castilla, sediento el motor en una cuneta que había visto llegar el anochecer sin más distracción que la del paseo matutino de un anciano y su chucho ya encanecido.
A la espera del amanecer, los cuatro se refugiarían en esa hacienda abandonada que ofrecería piedra y madera contra la llovizna que traería el ábrego, el mismo viento que calaría la rebeca de la poco previsora María y que le daría a Diego la oportunidad de cederle su jersey a cambio de que ella abandonara su olor en él. Juntos recogerían ramas caídas para una pequeña hoguera, bromearían sobre el color rojo de la pequeña nariz de María y jugarían a confundir el vaho con el humo del último cigarro de Diego, que a esas alturas ya creería que no habría nadie mejor en el mundo que ella para ponerle fin a una cajetilla.
Los ojos negros de María comenzarían a adquirir un brillo especial cuando Diego demostrase que siempre fue un gran narrador de historias, y él pasaría de enredar el pelo de ella entre sus dedos durante horas a cerrar los susurros de su boca con un largo beso mientras Luis y Catalina durmiesen el enfado del extravío. Veinte minutos antes de que saliera el sol Diego añoraría compartir un penúltimo cigarrillo bajo su manta vieja con María, que pensaría en lo extrañamente reconfortada que se sentía entre aquellos brazos en los que la casualidad le habría hecho detenerse.
Pero como Décima sonreía plácidamente ante el futuro inmediato, Nona tejía entusiasmada el nuevo hilo que pendería, dentro de apenas tres años, de aquellas dos hebras que Morta se afanaba en alargar, ninguna de las tres parcas reparó en que Catalina sacaba el gps que localizó la gasolinera más cercana, la misma que hizo recordar a Luis que el Peugeot 205 necesitaba combustible pese a lo que dijese la aguja, además de un descanso en el que Diego aprovecharía para comprar tabaco y esa botella de whisky barato que María observó con cierto desdén.
Y mientras Luis y Catalina se acurrucaban en el sofá para cerrar la noche con su dvd portátil, ella empleaba la luz de la lamparilla de su habitación para poner orden en su pda y él se abrigaba con aquella maldita manta vieja -que pensaba sustituir a la vuelta- para poder salir a echar unos tragos y escuchar música en su mp3, las tres parcas fueron conscientes de que les había vuelto a ganar la batalla la modernidad.
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5 de febrero de 2008

Levedad

Hay días en los que gana el blanco. Ocho horas de sumar facturas no dan para mucha poesía. A veces. Otras, cada número parece el renglón entre el que leer rastros de lírica y grandeza, se esconde la música en los decimales de la calculadora, riman sumas y restas. Esas ocasiones, que son las menos, siempre permiten que cuadren las cuentas.
Pero hoy es una de esos días de más en los que no vale la pena arengar al negro. Quiere decir ésto que siempre luce más una digna retirada a tiempo...

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