22 de octubre de 2010

Por qué combatimos

Llevo unos días dándole vueltas a la pregunta, a cuenta de mi amigo el metafísico, que tiene esa capacidad -el muy cabrón- de clavársela a uno sin que se dé cuenta. De pronto despiertas un día y te das cuenta de que tienes en alguna parte del cuerpo una astilla firmada por él que ha penetrado tan adentro que sólo puedes sacarla por el otro lado. Así es: un experto en inmolarse y hacerte un traje de esquirlas.

Tiene razón en casi todo, como casi siempre. Ya no gritamos.
Y es cierto que la culpa fue nuestra, nos creímos el cuento demasiado, algunos incluso sabiendo que era la mentira más piadosa que nos habían contado. Pero allá que fuímos. De cabeza. Creyéndonos distintos en un mundo que tiene patentado hasta la marca de lo diferente, soñando acaso la inmortalidad de Aquiles, haciendo el amor y presumiendo por ello de originales, esperando ver cambios. Quizá esto último fuese lo mejor de toda la patraña, pensar que podría haber cambios.
Pasan los años y el amor caduca y cambia de manos para los más afortunados, nos damos cuenta de que la individualidad que esgrimimos no es más que una forma de apartarnos de un mundo en el que no queremos vivir, que hasta los mitos se olvidan o que de nada sirve imitarlos. Pasan los años y somos más conscientes de que nuestros gritos se ahogan por insignificantes en el tiempo y en el espacio.
En cierto momento, dejamos de dar voces, agachamos la cabeza y seguimos caminando.

Pero, amigo mío, todavía no nos han matado.
El error fue creer que se sumarían a la lucha, cuando en este bando siempre hemos sido los mismos cuatro gatos. Olvídate del resto y lo verás más claro: ¿Por qué combatimos? Por la libertad, pero no por la suya, sino por la nuestra. Una vez pase el enfado de ver cómo nos hemos sumado al sálvese quien pueda que ellos nos enseñaron, sustituiremos los gritos por susurros y seguiremos peleando. Como un gato panzarriba.
En ese momento, querido amigo, habrá buenas noticias: Los tendremos rodeados.

4 de octubre de 2010

8 AM

A través de la ventanilla del taxi veo al sol devorando lentamente las fachadas de Madrid, esas por las que tú y yo paseamos y por las que ahora nos peleamos, para no perder la posesión de unos tejados llenos de recuerdos que no queremos compartir.

Es lunes y no quiero hablar con el taxista. Él especula sobre el tiempo que vendrá en base a las gotas del ayer, maldice a todos los del gremio que no conducen como él o reflexiona -todo en voz alta- sobre la ruta más rápida al destino.
Qué más dará, pienso para mí, si llegaremos al final igual. Mejor será dejarse las prisas que, eso dicen, no son buenas consejeras. Los atascos se forman por su culpa, porque la gente quiere llegar de prisa a donde quiera que vaya por la mañana, para no perder mucho tiempo en el trayecto.
Si fuéramos inmortales seguramente la cosa cambiaría. Si tienes todo el tiempo del mundo, no debería importante cuánto tiempo consumes en ir de un lado a otro. Podríamos pasar horas en aquellos tramos en los que normalmente no deseamos invertir más que unos minutos.

Claro que entonces puede que nos aburriésemos soberanamente.