31 de octubre de 2011

Querido ultra,

Uno lleva una semana sentado escuchándole sin acabar de dar crédito. 
Le leo, mayoritariamente, bastante inquieto. Nadie esperaba que diera saltos de alegría después de los ocho años que nos ha hecho pasar con su discurso apocalíptico. No ha caído en el olvido cuál era su caballo de batalla en los años previos al estallido de la burbuja económica y financiera: el España se rompe, las conspiraciones, las cesiones a ETA, los perversos nacionalistas.
Mientras el sistema se iba a la mierda, usted estaba a otras cosas. A las suyas.
No esparaba -decía- grandes expresiones de júbilo, pero desde luego no creía uno que este estado de ánimo suyo fuera a ser tan negativo. El paso que se ha dado como país hacia el fin definitivo del terrorismo debería ser suficiente para, al menos, esbozar un gesto de esperanza de cara al futuro. No hablo de operetas políticas de llantos y abrazos, hablo de responsabilidad a la hora de plantear, entre todos, los siguientes objetivos.
Se empeña en el tremendismo y en palabras que -honestamente- resuenan a venganza, cuando nadie se olvida de todos los muertos que dejamos en décadas de asesinatos. Pedirán perdón todos -nosotros, vosotros y ellos- por tantos años de desconfianza mutua, de pulso político y armado, pero todavía tardaremos mucho tiempo en restañar todas las heridas.
Así que puede darse un pequeño respiro y relajar el puño. Al fin y al cabo, se acerca un gobierno largo de un tipo que maneja los asuntos de la política -que nos empeñamos en que sean cada vez más- con la misma mano que lo haría usted.
Bien mirado, la pelota está más en su tejado que en el de esa izquierda desnortada -por inconsecuente y torpe en la gestión económica- que se adivina tendremos durante los próximos años. Quizá en lugar de pegar voces debería sentarse usted a pensar; pero claro eso sería mucho esperar de una hinchada como la suya.

Publicado originalmente en: LaSemana.es

13 de octubre de 2011

Escribir con censuras

Qué difícil resulta escribir cuando lo que se desea decir es algo que no se quiere escribir. Y qué absurdo empeño el de aquel que aún sabiéndolo se sienta para tratar de escribir aquello que ni se atrevería a decir. 
Viene a ser algo así, como ejercer de trilero con un sempiterno censor que levanta todas las letras, por si debajo de ellas se hubiera escondido alguna palabra cargada que requiriese de su corrector.
Aquello que no queremos decir resulta siempre lo más molesto a la hora de escribir; es lo que golpea contra el teclado los dedos, lo que te levanta de madrugada hacia el ordenador, aquello que se parapeta tras todas las miradas que dedicas a tu alrededor.
Y no es que solo se empeñe en atormentarte, en realidad es como un mecerse entre el rumor del oleaje, una extraña letanía que ejerce las veces de despertador: Anda, levanta, que llevas mucho tiempo callado, mejor ahoga a esos secretos guardados con el traqueteo del teclado y vuelve a la cama cuando te encuentres mejor.
Escribir sin decir lo que se desea escribir guarda un solo peligro pese a resultar sanador, pero, en cualquier caso, me temo, acecha únicamente a cualquier furtivo lector.