6 de febrero de 2014

Monstruos que fuman

En un estanco al sur de Madrid una joven muy maquillada y de cara algo equina me enseña una gran sonrisa mientras entro por la puerta apurando el cigarrillo, seguido por el invierno mesetario, que se cuela en cualquier parte cuando le das la espalda. 
Hace un frío del demonio estos días.
 
- Buenos días, caballero ¿fuma usted? 
Me cuesta siempre recordar que en los estancos además de fumadores puede uno encontrar a otro tipo de clientela asidua, porque si no, qué sentido tendría ese cartel: Prohibido Fumar que colocan en las puertas y que se antepone entre tú y seis millones de cigarrillos y otros tantos gramos de picadura para pipa y papelillos con actitud algo grouchiana: un club de fumadores donde no permiten fumadores.
Me hago mayor, pienso también, y las azafatas jóvenes me tratan de usted, como ha debido tratar esta ante la que me disculpo por no acostumbrar su marca al anciano que rasca con unas llaves un boleto o a la señora de la que cuelga un niño, del que cuelga un muñeco antropomórfico y rojo.
- ¡Beatriz, cuánto tiempo!- Dice la estanquera- Ya pensaba, esta no vuelve a aparecer por aquí ¿cómo va todo?
- Pues liada, hija, como todos, dame dos paquetes de Camel y el abono del mes, me traigo ahora a este del colegio para comer y luego a la peluquería, y dame también un encendedor, hasta que llegue Antonio, que aquí cada uno tiene sus horarios.
- Uy, Antonio, hace tiempo que no le veo tampoco, digo ¿habrá dejado de fumar?, el de la zona A, como siempre ¿verdad? toma, esto por un lado, pues también la Clara me preguntaba por ti el otro día ¿vas a darte tinte? y esto por otro
- No, no, qué va, a pagarle el mes pasado, este no toca, gracias, toma cóbrate también lo que te debo de la otra vez, el cartón y el abono
- Dos cartones
- Eso, dos cartones y el abono, que una no puede estar yendo al peluquero cada dos por tres, que con la gracia son cuarenta euros que ahí se quedan
- Pues yo te iba a decir que te veo mucho mejor así, como con las mechas californianas esas y el pelito suelto

La criatura antropomorfa y roja trepa por la pared hacia el mostrador y el cristal de doble grosor haciendo ruidos guturales que atestiguan el esfuerzo de la escalada y lo temible de su llegada. El niño parece dispuesto a permitir que destruya con fuego, rayos o hielo, indistintamente, todo lo que vaya a encontrar a su paso una vez corone la cima.

- Buenos días, caballero ¿fuma usted?
- No, no, buenos días Tomás ¿rascando un cuponcito?- Otro anciano y el invierno se acercan hacia el hombre enfrascado en su tarea. El frío es un vahído a los pocos segundos y las hojas secas hacen un remolino y se quedan en la puerta.
- ¡Hombre! Pues sí, a ver si toca y nos saca de pobres, que si no, no hay manera.
- Eso está bien, hombre ¿Qué tal los nietos?- Le da una palmadita en la espalda y se queda a su lado, atento a la segunda fruta que aparece en el boleto, por si fueran tres sandías y hubiera suerte y de pronto todo el estanco se convirtiera en una algarabía de dos mil quinientos euros- ¿Tu hijo y tu nuera siguen buscando trabajo?
- Y sí, que está fastidiada la cosa y no hay manera, fíjate que el otro día decía Toño que si se iban al pueblo de su madre a coger trabajitos de camarero, que así se adelanta a los que van a buscar empleo para el verano en la playa y yo que sé- Alza la mano con algo de desdén y vuelve al ataque con la tercera fruta oculta empuñando su llavero- y, qué digo yo, si no habrá también aquí turistas para atender todo el año que se tienen que ir y dejarnos a nosotros con los críos, que se pasan toda la semana comiendo y cenando en casa.
- Bueno, menudos son, y los míos igual, no te creas, está mi mujer preparando comida y tuppers a todas horas, que ya hace comida para cinco y compra como para siete, rasca, rasca, a ver si sale, vamos que no sé yo cómo estiramos la pensión ¡no sé yo!

Evidentemente, la tercera sandía no sale. Creo que son unas cerezas o una fresa o no sé, porque quiero comprar mi bolsa de filtros sin que una criatura antropomórfica y roja me devore o me escupa fuego o rayos o hielo, que sé yo, y acabe aquí frito o congelado por venir a un estanco en el momento menos oportuno.
- Buenos días, señora ¿fuma usted?
Una señora sobre la que pesan ciento doce años así a ojo de buen cubero entra apoyada en un bastón de nogal barnizado dando pasitos muy cortos, impelida por el viento más de lo que este debería obligar a apresurar el paso a alguien de su tamaño y edad. 
No parece apropiado intentar venderle tabaco, me digo cuando me cruzo con ella de salida, a tenor del tubo de goma que lleva insertado en las fosas nasales y que serpentea hasta la bufanda y por debajo del chaquetón gris y desgastado.
Aún así, la azafata sostiene la sonrisa y el parpadeo con valiente heroísmo, por la gloria de Marlboro, gritaría si pudiera, aquí un buen cigarrillo y después gloria.
 
El invierno se me engancha a la barba, me tira de las orejas y cuelga de mi nariz, mientras huyo de un monstruo rojo que todavía no ha comido hoy, de cuarenta euros pendientes en la peluquería y el abono de la zona A de este mes y del pasado, de unos hijos y unos nietos que se cenan la pensión, de una anciana que se enfrenta al frío con botellas de oxígeno, como se enfrentan al Annapurna los alpinistas.
El invierno es hostil, pero, igual que el día a día, siempre lo ha sido. Ocurre que durante mucho tiempo se nos había olvidado, quizá por la calefacción, quizá por lo largo que puede llegar a hacerse el verano en una ciudad de cemento, pero la memoria del frío parecía algo pasado. Como las deudas, los hijos y los nietos a cargo, la muerte o aquellos años en que fumar costaba doscientas pesetas. Había quedado todo atrás, en el trastero, olvidado. Como los monstruos antropomórficos que escupen fuego, rayos o hielo.