28 de abril de 2014

Línea 9

- Hijadeputa

La anciana tiene el pelo completamente cano, níveo diría un escritor del siglo dieciocho, y ha soltado el insulto entre dientes al oído de su interlocutora, pero con el volumen suficiente como para que lo oiga ella, su nieta y las cinco personas que la rodeamos a las siete y media de la mañana en la línea nueve.
La afluencia de gente en esta franja horaria varía en cuestión de minutos. A las ocho menos cuarto el andén está lleno de gente que se afana y las escaleras se bajan de dos en dos y de tres en tres; diez minutos antes el ambiente es incluso relajado, adormilado y ralentizado por el madrugar, sucedido a cámara lenta y sin la premura del que no madruga tanto.

- Shhhh, eso no ¿eh? Madre, eso no

En los ojos de la anciana se apaga algo. Más bien, todo. La furia con la que ha insultado desaparece y parece no comprender lo que ha dicho unos segundos antes. De asesina a inocente permanente, de culpable a exculpada perenne. Ha olvidado lo que ha dicho, lo que quiere decir y lo que siempre ha pensado: sus ojos son los del cachorro que todavía no ha visto en la calle los peligros que le aguardan.

- Sí.

El tren que llega se le lleva los ojos y la mirada perdida y también el enfado a la hija, que tiene el pelo rizado y un poco revuelto, como la ama de casa que quiere estar a todo y no llega, y se peina y seca el pelo con prisa a las seis para poder darle el desayuno a la niña y vestir a la madre, tomarse el café con leche  y ponerse el traje de chaqueta rojo que le regalaron en su último cumpleaños, aquel que envejece en el armario sin que llegue ese día especial para el que quería reservarlo cuando lo desempaquetó.

Cuando entran en el vagón y varias personas se levantan uno recupera la fe en el ser humano, como si la buena intención del que cede el asiento redimiera mil años de comportamiento animal. Casi se puede oír crujir la espalda de la anciana y la hija a la par mientras la nieta, la hija, arrastra su mochila entre piernas trajeadas y semblantes dormidos. La edad la dicta el chirriar del cuerpo y no los años y así lo demuestra cualquier trayecto en el transporte público de esta ciudad.

- Siéntese, madre, siéntese. Venga, siéntese, que la dejan sitio, siéntese.

Y la madre de la madre se sienta y extravía la vista en los pasajeros, mientras se suceden las estaciones: Duque de Pastrana, Colombia, Príncipe de Vergara. Ella se olvida de cada una al ritmo que llega, Duque de qué, Colom cómo, Príncipe de tal, bla-bla-bla de una voz robótica que advierte que hay salidas peligrosas, curvas sinuosas, paradas cada vez más lejos de aquel lugar que tu hija llama casa y tu ya no reconoces si quiera como algo habitual.

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