14 de octubre de 2007

El misántropo

En el patio de luces corre el rumor de que el vecino del cuarto es un tarado.
Ha pintado sus ventanas de color verde, los barrotes de la terraza de rojo carmín, delicadas enredaderas cubren sus muros y ha arrancado de su lugar los toldos; dice que no necesita nada que le pueda robar el sol. A los otros vecinos no les gusta el cambio, quieren al inquilino anterior, que nunca mostró mayor objeción por la armonía monocolor de la fachada, esa cuya primera mano tanto se demoró por las continuas discusiones en torno a los posibles matices de brillo que cada vivienda podía aplicar en sus persianas.
Hubo, claro está, quien protestó y exigió que cada uno diera su propia y original capa de pintura, pero esos díscolos apenas lograron rebajar el tono final de cálido a tenue y acabaron aceptando, creo que a regañadientes, que el gris dominara el edificio y todos sus recovecos. Desde entonces, el color no se ha cambiado por lo que algunos llaman el bien común -los primeros habitantes del bloque cuentan todavía historias terribles de los años en los que ni siquiera el número del portal estaba claro- aunque al vecino del cuarto poco parecen importarle las grandes declaraciones.
Algunos dicen que lo que quiere es vivir aislado, al margen del resto, y le temen, le envidian o le odian por ello, otros creen que su objetivo final es dejar de pagar la cuota o incluso librarse de la derrama mensual. Hay quien censura que alguien que no respeta las reglas que en su día se escribieron en el libro fundacional utilice las zonas comunes como uno más, y siempre está el que apunta que podría tratarse de un simple misántropo y que, en estos casos, lo prudente es imponerle las decisiones acordadas por el resto y mantenerse en permanente estado de alerta, no sea que, en su enfermiza obsesión, le dé por saltarse los estatutos y cambie también el color de la bombilla de su rellano.
Y es cierto que a veces las excentricidades del vecino del cuarto pueden resultar irritantes, que impide que los niños jueguen en su tramo de escalera, mira con recelo al que decide detenerse frente a su puerta a tomar aliento para llegar a los pisos superiores, pretende que los peldaños que dice que le corresponden reluzcan siempre un poco más que el del resto, protesta por lo mucho que ensucian el resto de inquilinos el ascensor o acude, cuando lo hace, de mala gana a las reuniones de la comunidad.
Sin embargo, cuando observo la hermosa policromía de su trozo de fachada, la autonomía de la que goza en lo que ha definido como su reino, la falta de interés por sonreír hipócritamente a quien no soporta o la ilusión con la que se esmera en la limpieza de los rodapiés de su planta, pienso que todos los vecinos deberían ser tan libres como él y dejar que cada uno eligiera qué quiere hacer con su hogar.
Y entiendo que no quiera jugar en el mismo tablero que el resto, pero es que el habitante de la cuarta planta no cuenta con un cancerbero que le pegue un tiro al que infrinja el cartel de no molestar.

10 de octubre de 2007

Kronos, compañero

Quiere borrar los lunares que pueblan tu geografía, robarte los versos, la ficción y la sonrisa, invadir de arrugas tu rostro, convertir en una masa flácida tus sinuosas curvas, desgastar tus huesos y articulaciones y encorvarte lentamente para que tu frente, altiva y arrogante por la juventud, se incline hasta que tu vista sólo pueda descansar en las baldosas sobre las que te obliga a arrastrar tus pies.
Pretende que olvides tu pasado y que mires con desesperanza el mañana, que aborrezcas a los compañeros de viaje a los que antes amabas con fervor -repugnantes sus gestos, insoportables sus palabras- transformar tus manos en herramientas inútiles para labrar eso que llamas futuro y que, en el fondo, sólo es una más de sus trampas para convencernos de que cada paso hará que nos alejemos de la maraña.
Intenta tomarse barra libre con tus deseos, emociones y sentimientos, y lo consigue. Te arrebata cada uno de ellos para confundirlos entre sí y devolvértelos corrompidos por la escasez de memoria, las mentiras del pensamiento o los adornos de la voluntad, de tal forma que lo que era amor ahora es sólo carne y lo que fue una buena noche, un triste vacío existencial.
Nunca hace ni una sola concesión, da igual que su víctima esté completamente derrotada, proclame a gritos su rendición y no espere más que su estocada, le aferra con sus garras, le exprime entre sus dedos y observa, lacónico, como su presa se deshace lentamente, convertida en fina arena color ceniza, otro cadáver que arrojar al mar.
Del polvo venimos, y al polvo volveremos.

2 de octubre de 2007

Los olvidados

Revoluciones que saben a especia, militares que huelen a podrido; a Birmania le cambian el nombre y nadie se entera. Errol Flynn podría haber aterrizado en un puente muy lejano, quizá sobre el Kwai, y haber besado a la chica equivocada. Eso sí, matando al mismo número de japoneses y con esa gloria poética de la que carecen las guerras ahora.
Mas, aún ni sabiendo situar geográficamente un nombre tan éxotico como Myanmar, resulta esperanzador saber que, en ciertos lugares de este planeta, el ser humano -esa especie en peligro de extinción por culpa de sus propios excesos- todavía sabe cómo atarse los machos delante de un rifle para defender una causa aparentemente noble.
La sospecha, en todo caso, no es infundada; al fin y al cabo puede que las ansias de poder de los que agitan sean del mismo calibre que las de los que ordenan apretar el gatillo. Es cierto, lo decía un maestro -una fábrica, tal vez- de elitistas sin fronteras, la masa no sólo es amorfa, sino que además, idiotiza. Es casi de recibo pensar que puede tratarse de un enorme puñado de idiotas bien dirigidos.
Pero no pequemos de pesimistas, pensemos que aún queda algo de fantasía romántica, que todavía hay ganas de hacer la revolución, de atravesar la puerta de Saint-Antoine y echar al fuego lento el sistema establecido. Alabemos entonces su sangre, porque un día, al despertarnos, nos permitió recordar dónde se había metido Yangón.