10 de febrero de 2008

Dos noches y tres días

María y Diego estaban predestinados. Décima, la parca, lo tenía todo previsto. Únicamente cabía esperar al momento oportuno de la historia que ella misma había fraguado con la ayuda de Nona y Morta para dar la armoniosa puntada de unión a aquellos dos hilos que pendían sujetos del mismo índice y el mismo pulgar.
Ese fin de semana viajarían en la parte de atrás del mismo coche con destino a una ciudad del Norte que ninguno de los dos había visitado, invitados por Luis y Catalina, unos amigos que nunca les habían presentado y que, cansados de verles hibernar en sus respectivos cubículos cosmopolitas, les ofrecieron dos noches y tres días en aquella casa rural tan perdida en la montaña.
Catalina se haría un lío con el mapa y Luis se olvidaría de que el Peugeot 205 de su hermano no marcaba correctamente la gasolina que le hacía recorrer kilómetros lentamente. El viaje quedaría truncado en alguna carretera secundaria de Castilla, sediento el motor en una cuneta que había visto llegar el anochecer sin más distracción que la del paseo matutino de un anciano y su chucho ya encanecido.
A la espera del amanecer, los cuatro se refugiarían en esa hacienda abandonada que ofrecería piedra y madera contra la llovizna que traería el ábrego, el mismo viento que calaría la rebeca de la poco previsora María y que le daría a Diego la oportunidad de cederle su jersey a cambio de que ella abandonara su olor en él. Juntos recogerían ramas caídas para una pequeña hoguera, bromearían sobre el color rojo de la pequeña nariz de María y jugarían a confundir el vaho con el humo del último cigarro de Diego, que a esas alturas ya creería que no habría nadie mejor en el mundo que ella para ponerle fin a una cajetilla.
Los ojos negros de María comenzarían a adquirir un brillo especial cuando Diego demostrase que siempre fue un gran narrador de historias, y él pasaría de enredar el pelo de ella entre sus dedos durante horas a cerrar los susurros de su boca con un largo beso mientras Luis y Catalina durmiesen el enfado del extravío. Veinte minutos antes de que saliera el sol Diego añoraría compartir un penúltimo cigarrillo bajo su manta vieja con María, que pensaría en lo extrañamente reconfortada que se sentía entre aquellos brazos en los que la casualidad le habría hecho detenerse.
Pero como Décima sonreía plácidamente ante el futuro inmediato, Nona tejía entusiasmada el nuevo hilo que pendería, dentro de apenas tres años, de aquellas dos hebras que Morta se afanaba en alargar, ninguna de las tres parcas reparó en que Catalina sacaba el gps que localizó la gasolinera más cercana, la misma que hizo recordar a Luis que el Peugeot 205 necesitaba combustible pese a lo que dijese la aguja, además de un descanso en el que Diego aprovecharía para comprar tabaco y esa botella de whisky barato que María observó con cierto desdén.
Y mientras Luis y Catalina se acurrucaban en el sofá para cerrar la noche con su dvd portátil, ella empleaba la luz de la lamparilla de su habitación para poner orden en su pda y él se abrigaba con aquella maldita manta vieja -que pensaba sustituir a la vuelta- para poder salir a echar unos tragos y escuchar música en su mp3, las tres parcas fueron conscientes de que les había vuelto a ganar la batalla la modernidad.
...

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Bonito relato Miguel,
Pero creo que la "modernidad" no acabará con las relaciones humanas, ni con los buenos momentos surgidos al azar, cuando menos te lo esperas...o eso me gustaría pensar
Besos desde Palma

Maite

Anónimo dijo...

Acepto ese cara a cara,y siento mis palabras en ese texto, quizá no sea tan valiente como crees, o estaba enfadada.
En cualquier caso, el aprecio es mutuo.

Este relato es muy entrañable, me gusta ;)

Anónimo dijo...

A mi también me agrada el relato éste porque lo dicen los dos de arriba y no voy a ser menos. Parece que alguien siente, se disculpa, aprecia y se arrepiente de algo, a mi no me mires, pero acepto un cara a cara con quien sea, y no para disculparme precisamente...