25 de marzo de 2008

De vuelta

Cuatro y cuarto de la tarde. Las máquinas quitanieves todavía no han llegado y el motor de los coches al ralentí es un rugido que recorre constante los cuarenta kilómetros que separan al último conductor del puerto de montaña que interrumpe, desde hace más tiempo del necesario, el camino de vuelta casa. Resulta irónico pensar que al menos uno de cada cien vehículos aquí aprisionados no llegará a su destino de una sola pieza.
El elegido podría ser ese coche diminuto de color rojo en el que dos perros se mueven nerviosamente por el asiento trasero y asoman la cabeza por la ventanilla y le ponen ojos vidriosos al enorme pasto nevado que parece llamarles a olfatear. Delante una pareja se dedica miradas cariñosas, mientras ella acaricia con amor su nuca y él lanza besos que se reparten a partes iguales entre la joven y los animales que de tanto en tanto se abalanzan sobre los asientos delanteros.
O quizá ese vehículo familiar en el que la bandeja trasera la ocupa por entero un niño tumbado bocarriba, con los brazos extendidos y las manos gesticulando hacia el cielo, guiñando el ojo para enfocar mejor a las nubes que se han convertido en improvisados juguetes. A su lado su hermano se entretiene con algo situado sobre su regazo y su padre mira aburrido por la ventana abstraído en la vuelta a la rutina del día siguiente, y su madre le pone cara de hastío a las interferencias de la radio.
Puede que sea ese en el que una jovencísima pareja discute casi por encima del ruido de la carretera, haciendo bruscos aspavientos ella, girándose con furia para lanzar sus gritos él. Nada parece poder detener el huracán dialéctico en el que se han enfrascado hace más de media hora, como si ella le hubiera pillado in fraganti coqueteando secretamente con la hermosa figura que se le adivina a la conductora solitaria que es su vecina y él respondiera con algún tipo de rencoroso reproche que versa casi de una vida anterior.
Y una hora más tarde aparece la máquina quitanieves en la calzada que transcurre en sentido contrario, arrastrándose lentamente por el andén. Dos horas después el coche de delante empieza a avanzar tímidamente, con cauta seguridad poco después. Y los que han compartido pacientemente apenas veinte metros cuadrados reanudan su rumbo fijo sin despedirse del vecino con el que nunca más se volverán a encontrar.


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