15 de septiembre de 2011

Dalí

Vomita un pez un enorme tigre, de cuyas fauces nace otro como él. Una bayoneta apunta a tu pecho desnudo, pero tu, indefensa y dormida, lo ignoras, como si no creyeses en él.
Estas dormida, pero sé que estás a mi espalda, enamorándote de algún Tanguy, tomando notas para tu próximo poema o enfadándote con las armas y la pobreza, mientras ese elefante de patas largas y delicadas se ríe a carcajadas.
Yo soy las gotas de agua condensada, la abeja molesta que te vino a despertar, el filo de las rocas recortadas sobre el mar. Yo soy quien dibuja este panorama, tan limpio, tan onírico, tan naïf. Soy quien te despierta cada madrugada desde el otro lado de la cama, reclamándote en silencio que me incluyas en tus fantasías.
Podría decirte que no pasará nada, aunque me acorralen los tigres, aunque me devore el pez, aunque la bayoneta se me hunda hasta el fondo del pecho y mis convulsiones te saquen del sueño.
Tu y yo sabemos que mentiría. Prometer solo sirve para defraudar después.
De ahí que prefiera seguir durmiendo, viendo tus pechos derramarse a cada lado,  tu ombligo rompiéndote justo en el centro y tu pelo reposar sobre la piedra gris.
Y cuando el zumbido de la molesta abeja nos despierte, la imagen de tu cuerpo inerte me acompañará hasta que el día toque a su fin.

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