3 de julio de 2012

Madrid y las calabazas

Ocurre que a veces Madrid te deja tirado en uno de sus rincones menos atractivos, con la agenda desbaratada y todos los planes torcidos y uno no tiene más remedio que matar el tiempo en una de esas franquicias en las que es tan difícil encontrar un buen café.
Como estamos a principio de mes puedo permitirme un desayuno completo, aunque sé que dentro de quince días lamentaré haberme decantado por ese lujo. He comprado además un diario, no importa cuál, que ayuda a que la sensación de aislamiento en un punto inexacto del espacio-tiempo sea aún mayor: con él entre las manos me siento como una reliquia del pasado; más o menos como debe sentirse él.

Mientras ojeo las páginas y compruebo lo obsoleto del concepto 'diario' en un mundo que reclama más bien un 'minutario' entra en el local y se sienta en la mesa adyacente una chica que supera por poco la treintena y tiene la mirada huidiza, como la del que entra en un lugar con miedo a que alguien le reprenda el atrevimiento.

En una novela de Moccia o en Hollywood, ella sería bellísima y yo le echaría arrestos para afrontarla con cierta petulancia; o sería al contrario, pero el guión nos llevaría con determinismo a los mismos consabidos resultados.
Suerte que esto es Madrid y son las nueve de la mañana; ella, como yo, es más bien del montón y aqui nadie parece tener el cuerpo para sobresaltos románticos.

Me llama la atención, en cualquier caso, la familiaridad con la que la recién llegada se mueve, hasta el punto de que uno de los camareros sabe cómo es el café-como-siempre y que solo tomará un desayuno-ligero-número 2: pan integral, tomate en rodajas y queso fresco- para acompañarlo.

Y allí estamos, sentados en sendas mesas para dos, mirando yo el diario, ella su teléfono o al mismo tiempo ambos al frente, donde el horizonte lo componen un sillón de cuero color blanco roto y una mesa llena de desperdicios, migas, azúcar y manchas de zumo y leche.

Me doy cuenta, en ese mismo instante, de lo relativo que resulta en ocasiones el concepto 'soledad' y que si este pudiera representarse como una habitación cerrada, todos sus moradores estarían tan acompañados como solos se sentirían.
Entonces, durante unos segundos, debo reprimir las ganas de intercambiar unas palabras con mi vecina circunstancial. Pienso en preguntarle cómo es ese café-como-siempre, si mira su teléfono móvil por apartar la vista de las sobras hipercalóricas de la mesa de enfrente, o si cree, como yo en este preciso momento, que en otra ciudad del mundo alejada del decadente Occidente un chico puede abordar a una chica -o viceversa- por el simple placer de charlar.

Después de 15 o 20 minutos, la chica paga con tarjeta 6 euros y se marcha con la misma mirada azorada con la que había entrado. Y yo, mientras paso las páginas de contactos del diario, me pregunto si en ocasiones no sería mejor ser de otro planeta regido por unos usos distintos. Quizá así uno podría combatir la desazón que provoca que la que te deje tirado sea una ciudad con algo más que un desayuno caro y un periódico caducado.

2 comentarios:

Ivan_Ilitch dijo...

Seguro que esta historia te suena
Al fondo de la barra
una mujer; una
mujer en principio
como tantas: que fuma,
bebe, ríe, charla, y se echa
la melena para atrás;
ya digo, como tantas.
Hasta que su
mirada se cruza acaso
con la tuya
–o a ti te lo parece–,
y por un breve
instante
el tiempo se detiene,
y esa mujer es única,
y todo cambia,
y todo puede pasar.
Todo.
También
–como sucede
casi siempre–
que no pase
absolutamente nada.

—Karmelo Iribarren—

M de Elle dijo...

Me gusta, Ivan Ilitch, me gusta. Tenemos una correspondencia pendiente sobre un relato tu y yo. Gracias y salut!