25 de septiembre de 2013

Trilogía del movimiento: Dos

Puedo presumir de una virtuosa y providencial memoria de experto fisonomista, de un don casi profético para recordar cualquier rostro en el que en algún momento haya posado la mirada. Por eso adoro los trayectos de metro de camino a la oficina o de vuelta a casa, es como viajar en vagones repletos de conocidos que no harán que te detengas a saludarles, pero que en cada encuentro dejan entrever pequeños detalles de cómo les va la vida.
Podría, por ejemplo, localizar al violinista que interpreta incansablemente una y otra vez una versión instrumental de Robbie Williams acompañado de su estertoroso altavoz en las líneas cinco, tres, diez y seis; llevaros hasta el mago de la siete, la uno y la tres que convierte el agua en champagne y el papel en billetes de cincuenta euros y se enfada con los viajeros cuando ninguno de ellos le presta atención -yo consigo llenar vagones de gente que viene a verme, grita de tanto en tanto con ese marcado acento italiano y agitando la varita y un trozo de cuerda que se vuelve rígida cuando él la acaricia- o hablaros de los problemas cotidianos de esa adolescente que ahora mismo se tambalea de forma ridícula con el traqueteo del tren al tratar de sentarse y adivinar el estado de ánimo de esa mujer con la permanente tan bien fijada contra los vaivenes de la vida por el libro que está leyendo.
A la mayoría de ellos -digamos unos cuantos millones- puedo ponerles nombre. No sois muy conscientes de lo fácil que resulta acabar descubriéndolo por casualidad en el punto de un libro, en una llamada que respondéis, en un encuentro con alguna amistad, al revisar la cartera o juguetear con el móvil cuando nos encontramos en los túneles o compartimos vagón. En mi memoria tú y yo nos cruzamos ayer y anteayer, te recuerdo como tu me recordarías a mi si hubiéramos compartido asiento durante años. Con una gran diferencia: para ti no soy nadie y, por tanto, rara vez reparas en mi presencia cuando estoy a seis pasos de ti, lo que me convierte, prácticamente, en un ente invisible para todos vosotros.
A veces simplemente estoy ahí, sin prestaros mucho atención, concentrado en un libro, en la música o en mis manos. A base de mucha práctica he conseguido acallar los resortes que dispara la mente cuando reconoce un rostro o un cuerpo familiar y la mayor parte del tiempo sois vosotros los que sois invisibles para mí. Otras me apetece saber qué es de vosotros y vuestra vida y solo tengo que levantar la vista para que en mi memoria se abra un diminuto cajón en un gran archivador. 
Así como Borges creía que el universo estaba formado por un número indefinido y tal vez infinito de galerías hexagonales repletas de anaqueles con libros, yo describiría mi interior como un vastísimo archivador de color verde oscuro y tacto rugoso en el que guardo, entre otro número indefinido de recuerdos, fotografías de la mayor parte de vosotros. 
En muchos de los cajones hay solo una fotografía, son los de esas personas a las que he visto en mis viajes fuera de esta ciudad; en otra gran cantidad de recipientes hay dos o tres fotografías, algunas realizadas en esta ciudad, otras tomadas en un encuentro fugaz allí donde veraneasteis hace unos años o incluso en aquella escapada de fin de semana. Aunque os parezca increíble, os asombraría lo sencillo que resulta también coincidir con vosotros una y otra vez en una sociedad que se rige por el tiempo y su control, que tiene estructuradas sus vidas por calendarios con los mismos días laborables, horas y periodos de ocio y recogimiento muy similares, gustos y actividades escalofriantemente parecidas. Observándoos como yo os observo a veces, tan detenidamente y tan avalado por la memoria, os diría que a veces nuestro tiempo parece más bien secuestrado y conducido por unos usos, modas y costumbres que hemos aceptado sin cuestionar ni rechistar, más que gestionado por nosotros mismos.
Lo prueban esa inmensa cantidad de anaqueles borgianos en los que hay libros enteros sobre vosotros. La mayor parte del tiempo nos movemos en los mismos pasillos del metro, yendo y viniendo de lugares de sobra conocidos, haciendo constantemente la misma sucesión de cosas, viendo a las mismas personas. Somos animales de costumbres, aunque la mayor parte del tiempo no queramos aceptarlo. 
Luego cada uno se complica o facilita la vida interior a su gusto. Ese caballero trajeado de la derecha, por ejemplo, trabaja en una oficina de la periferia, tiene dos hijos, una esposa y una amante, hace poco murió su padre y su madre, a la que ve solos algunos fines de semana, requiere más de él por teléfono de lo que a él le gustaría. Me lo he encontrado más de una noche abrazado con ardor a su amante -una exuberante latina de carácter suave y voz melosa que vive a doce paradas de su casa- besando cariñosamente a la que ha sido su mujer durante los últimos quince años o tan distante y enojado con las dos como si en realidad ninguna le importara lo suficiente. Lo he visto jugar y reñir con sus hijos, reír con algún que otro amigo al que me he cruzado en incontables ocasiones los días que me da por regresar andando a casa; lo he visto perder la mirada en una pantalla. Eso es, por cierto, lo que más veces nos vemos hacer y lo que, de unos cuantos años para acá, hace cada vez más aburridos los trayectos en metro: lo mucho que nos perdemos en nuestras pantallas.
Como a él, os veo envejecer lentamente, como vosotros podríais verme a mí si tan solo vuestra minúscula memoria, vuestra diminuta biblioteca, vuestro insignificante archivador, fuese capaz de recordarme. Viéndoos a veces diría que la vida es poco más que el transcurrir del tiempo sobre los cuerpos mientras cada uno resiste a su manera, sin acordarse de los que están a su alrededor como ellos tampoco se acuerdan de él.
Creéis que sois anónimos, que pasáis inadvertidos entre toda esa gente que viaja en metro, pero os equivocáis, yo os recuerdo.

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