18 de octubre de 2013

Ricardo Vicente: “Uno se dedica a la música por miedo o vanidad”

Ricardo Vicente, como músico. Foto: Daniel Surutusa 

Tras dos décadas rodando por las carreteras con Tachenko, La Costa Brava y Francisco Nixon, el zaragozano emprende sus primeros pasos en solitario. Pero antes de arrancar, tuvo que lidiar con el problema de los tres cuerpos y con la eterna pregunta: ¿Qué haces tan lejos de casa?

Quizá la respuesta a esa pregunta era tan compleja que los físicos se llevaran las manos a la cabeza y Ricardo Vicente decidiera que solo podía resolverse recurriendo de nuevo a una solución que contemplase otros dos cuerpos sobre el tablero.

Nada nuevo para él, que venía de pasar los últimos años compartiendo furgoneta, bares y escenarios con Francisco Nixon y The New Raemon, en aquel El problema de los tres cuerpos (Cydonia/Playas de Normandía/Marxophone, 2012) tan bien recibido por el público.

De aquella experiencia se podría decir que surge su primer proyecto como solista, un libro, ¿Qué haces tan lejos de casa? (Bandaaparte/Marxophone, 2013) y un disco homónimo.

Fue, por un lado, “intentar buscar razones en ellos (Fran y Ramón) que me ayudaran en mi primer trabajo en solitario”. Por otro, fue darle cuerpo a una idea que fue tomando forma a lo largo de la gira, en parte por el apoyo de los otros dos músicos, en parte porque las canciones de un nuevo disco surgieron a medida que escribía capítulos, en parte porque le apetecía que su debut en solitario fuera “algo especial, que no pudiera comparar con lo anterior”.

“Quería que fuera un ambiente y un formato distinto para cubrirme con él la vanidad y el miedo”, explica durante la entrevista.

Lleva veinte años dedicándose a la música –lo recuerda un cartel que conserva de su primer concierto- aunque tampoco es nuevo en la literatura. “Cuando aún había postmodernidad y dinero –porque ahora hay postmodernidad, pero no dinero-“ Ricardo publicó algunos textos “para libros orientados al arte”.

Sin embargo, la metodología para hacer frente el proyecto se la dio la música. “El timing de las grabaciones (de discos) es el único que funciona conmigo”, confiesa pese a reconocer que la pelea contra la literatura es la que uno mantiene consigo mismo.

“Escribiendo te arrepientes de muchas más cosas que tocando porque los demonios aparecen más frecuentemente  (...) estás mucho más expuesto, no hay capas para cubrirse”.

Así, con los tickets que rescató de la guantera de la furgoneta y los billetes de los trenes que no perdió en la mano, se sentó a escribir haciendo todo lo contrario de lo que le habían dicho –Houllebec y Franzen, por escribir dos nombres- que tenía que hacer.

“Al contrario de lo que me dijo Fran: ‘Escribe como si no tuvieras familia’, yo escribo un poco pensando en que, en el fondo, tengo familia”. Y añade: “Uno tiene que escribir como el Oráculo de Delfos, primero conócete a ti mismo y luego hazlo, porque como te arrepientas a mitad del libro a lo mejor no quieres volver a escribir en tu vida”.

O como dice en el cuarto capítulo, El peligro de ser Klaus Kinski, “no te creerás a ti mismo si no sabes para quién escribes, hacerte un Klaus Kinski es como no tener miedo a la gente que te escucha. Si no les temes, eres un perfecto idiota”.

Ricardo dice que escribe “en círculos”, dándole vueltas a los tabúes -“los que yo tenga o los que crea que tiene la gente”- pese a que ha huido del histrionismo y el exhibicionismo.

Quiere decir esto que, pese a parecer el diario de un músico en gira, ¿Qué haces tan lejos de casa? tiene en ocasiones modales de fábula y en otras de autobiografía con altas dosis de ficción o viceversa. Hay, por supuesto, música, pero también un oso que quiere pelea, hámsters ruidosos, un monitor de campamento y jóvenes falleciendo voluntariamente.

Las prosopopeyas, los giros, tropos e ironías son en definitiva quiebros que Ricardo Vicente hace a lo largo de la novela para colarnos un tabú por la escuadra. Por ejemplo, la adicción. “Cualquier cosa a la que me dedique de una forma obsesiva y compulsiva, en las relaciones personales o profesionales, es algo que causa bastante dolor”.

“Casi son más peligrosas las otras adicciones que cualquier tópico del rock and roll”, bromea un artista que dice no hacer ninguna cosa bien de la que no sea adicto. “Todas las demás, las hago fatal”.

Al final, lo reconoce: “Empezar una carrera en solitario es como volver a lo que siempre te ha creado una adicción”. Y es que al final –o además o también- Ricardo Vicente es músico, y un músico que teme al público.

“¿Quién te va a dar la dignidad si no es el que te escucha o lee? Así creo que hay que ser músico. Cuando uno empieza a tocar y no tiene un público hecho pasa mucho tiempo tocando para gente a la que no le importa nada”.

'Yo huyo de eso' viene a decir también en alguna de sus líneas -“juré que nunca tocaría para gente fea”- y cuando afirma: “Si escribes es porque te has dado cuenta de que tienes sobrecarga de demonios (...) y al final los demonios se ven si tienes público, si no te confundes a ti mismo con uno”. De nuevo, Ricardo Vicente realiza algunas piruetas y vuelve a girar en círculos, aunque, como en gira, siempre regresa a casa.

“Si no seríamos otro tipo de músicos”, bromea, y aunque no da nombres, sabemos de quién habla: “Habría dos estirpes, los que aman más el éxodo que la tierra prometida y los que amamos más la tierra prometida que el éxodo”.

“A lo mejor los que triunfan son los más arriesgados (...) pero volver a casa siempre hay que volver, no puedes seguir amando comer Cheetos en la furgoneta, porque entonces está pasando algo malo”.

Como en el disco, como en el libro, Ricardo Vicente habla y se apoya en cierta fuerza poética para transmitir con certitud la imagen que está buscando. “Las guanteras de los coches no están hechas para llevar bocadillos ni para acumular deudas”, escribe, o de pronto se acuerda “de aquellas canciones a principios del siglo XX” y ambas metáforas cumplen su objetivo.

Como cuando señala que “la idea de que hace falta mucha medicina para pretender ser otra persona es algo que debería estar escrito en alguna parte del Pentateuco”. En cierto modo, y pese al ejercicio de sinceridad con uno mismo que es, en definitiva, la música y la literatura, hay algo de personaje en todo artista.

“En mi caso no debe ser premeditado ni forzado, pero creo que en la mayoría de la gente que conozco el personaje es pura defensa”, señala Ricardo, que ha aprendido a tomarse su carrera con cierto relativismo.

“Si te crees que estás subiendo o bajando escalones, lo más normal es que lo pases fatal con cualquier cosa que ocurra”, dice, consciente de que en cierto modo, la vida del músico “es una vida regalada”: “No llevarías la misma vida que llevarías si no hicieras esto”.

Y ¿cuál es esa vida? En el prólogo Agustín Fernández Mallo elige la frase más certera: “Que más da, al final el miedo te convierte en un intelectual –así de sencillo- y un día te despiertas en un hotel y te dicen que hay gente que ha pagado una entrada anticipada para verte esta noche”.

“En eso soy un poco provocativo –admite- me gusta decirlo porque si vas con tu primera novia a casa de sus padres y cuando te preguntan a qué te dedicas dices que eres un intelectual nadie pone buena cara”.

“Todo el que se dedica a esto siente el miedo del por qué. La casuística que me he encontrado es que es o por miedo o por vanidad. Si es por vanidad tienes que saber que no tiene fin y si es por miedo tienes que saber que no se calla nunca”, sentencia, que parece haber encontrado la clave: “asumir la patología”.

¿Qué haces tan lejos de casa?, el libro, sería la asunción. ¿Qué haces tan lejos de casa?, el disco, sería un primer resultado.

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