Hace tiempo que no sé nada de mi amigo W. aunque
conociéndole lo poco que le conozco dudo que él utilizase esa palabra, amigo,
para definir nuestra relación. Era, o es, más bien, uno de mis conocidos más
queridos, una de esas amistades del siglo XXI: sigues su actividad aquí y allá,
la que puedes ver en los distintos perfiles online o de la que él quiere
informarte, tienes retales de su vida a través de fotos, esbozos si escribe
algunas líneas en su bitácora pública y te das por satisfecho con eso, porque una
llamada no procede y haría que ambos sintiérais acabada la conversación después
del primer qué tal estás y las cuatro frases comunes en ese tipo de diálogos:
todo bien, como siempre, aquí sin mucha novedad, aunque quizá todas ellas no
sirvan para resumir grosso modo un fragmento de vida y simplemente sirvan para
evitar ahondar en temas que al otro no le conciernen, que no queremos compartir
o que no tenemos tiempo a desarrollar.
Su desaparicion fue algo abrupta. Un día, sin más motivo,
simplemente dijo adiós y sus perfiles dejaron de estar activos y su bitácora no
recibió nuevas actualizaciones. Este tipo de salidas de escena pueden ser hoy
por hoy más confusas que la muerte; ésta se lleva a alguien sorpresivamente y
tú te enteras porque la gente comparte mensajes de duelo y dolor que lees con
algo de estupor, era tan joven, es increíble, no parecía enfermo, no merecía
irse ya; supongo que las reacciones siguen siendo las mismas a pesar de lo
mucho que ha cambiado la forma en que nos enteramos de la noticia o podemos
responder a ella.
No creo, en todo caso, que W. haya muerto, de ahí que me resista a hablar de él en pasado. Creo que simplemente decidió apagar una parte
de su vida a la que no le encontraba satisfacción alguna. Creo también que
salió de escena detrás de una mujer, quizá argentina, quizá chilena, no
recuerdo, y se mudó con ella a Buenos Aires o Santiago, utilizando como excusa
la mierda de panorama que teníamos por delante los profesores universitarios en
España.
Quizá allá haya encontrado plaza docente, que era una de
sus metas la última vez que pude compartir terraza y cerveza con él, o esté
trabajando como un animal de carga, como se trabaja en todas partes actualmente
dicen, en cualquier otra cosa que le permita llegar a casa con un sueldo para
comer y salir al cine o comprar libros de cuidadas ediciones que subrayar y
releer cuantas veces el tiempo libre le permita, alternándolos con los fines de
semana al lado de su argentina o su chilena, que sé yo, que le recibe cada
noche tras una larguísima jornada con un cansado qué honda o un cómo fue, y él
se derrumba agotado a su lado, sin más ganas que de abrazarla y despertar al
día siguiente con su sonoro buen día o escucharle decir un largo pucha en la u
cuando le cuenta que todo ha ido como la mierda, porque fulano le cagó la
mañana, pero que es maravilloso poder tenerla tan cerca a diario y que no
cambiaría su plaza en España, sus amigos y familia, su proyecto de novela, por
instantes como esos, en los que ella se le amarra y se le olvida todo: que tuvo
otra vida, que tuvo otros planes, que se vió rodeado de otra gente y que
compartió en sus perfiles y en su bitácora otra clase de cosas que nada tienen
que ver con su argentina o chilena, quién sabe, y que renunció a todo a cambio
de convertirse en una persona normal.
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