11 de diciembre de 2007

El 'caso Fiber'

Navarros y navarras, riojanos y riojanas, pueden respirar tranquilos, nuestra insigne clase política ha sabido superar las trabas de la burocracia, defender la dignidad de los ciudadanos de estas dos comunidades autónomas ante las instituciones europeas y ofrecer una rauda y eficaz respuesta a los últimos y graves problemas que se viven en el cauce del río Ebro.
Por partes. Los hechos se remontan a la primavera de 2003, cuando algún ecologista desalmado del centro de Europa introdujo en esa parte de esta España nuestra varios ejemplares de una especie conocida por su ferocidad y animadversión hacia el ser humano, tan indefenso como está éste ante el resto de animales: el castor fiber.
El caso puede sonar a coña, pero lo cierto es que las autoridades de las comunidades afectadas, especialmente las de La Rioja, se quedaron espantadas al conocer la terrible noticia. Se calcularon una veintena de estos temibles roedores protegidos por las leyes europeas campando a sus anchas en más de 60 kilómetros de la cuenca y dedicándose a eso que se suelen dedicar los animales salvajes; ya saben, buscarse un refugio, husmear de tanto en tanto en aquellos sitios que les hacen gracia y apañarse la alimentación como puedan.
A la Administración se le han descuadrado los papeles, aunque, por supuesto, a nadie de la misma se le había ocurrido darse una vuelta por la zona hasta que algún ciudadano o ciudadana ha llamado rebotado porque algo ha revuelto su basura, se ha comido sus frutales o se ha puesto en plan chungo con su perro, pero ese es otro tema. El problema es que la especie no es autóctona y no ha cruzado la frontera de forma natural, sino que se lo han traído sin papeles, con alevosía y puede que con nocturnidad, para hacer más romántica la hazaña ecologista.
Pero el asunto tiene unas raíces históricas que ya quisieran muchos nacionalistas autóctonos para sí, porque el castor habitó esas tierras hasta el siglo XVII, datando algunos registros de la época en la que los romanos mamoneaban por la Península. Sin embargo, los animalitos no aguantaron lo suficiente ante los rifles de nuestros primos como para ser considerados nacionalidad peculiar española, reformar su estatuto de libre albedrío y reclamar la gestión de las aguas en las que establecieron sus madriguera.
Así que ahora que les pillamos despistados y antes de que exijan el derecho de autodeterminación vamos quitárnoslos de enmedio, pensó papá Estado, siempre tan opresor él, y se fue a las oficinas de la Unión Europea para pedir los permisos necesarios para darles matarile, no sentemos precedentes y cualquier hippie amante de las flores altere ese cuadro estático en el que a veces queremos convertir nuestros parajes protegidos como si esto fuera el coño de la Bernarda.
Y con los papeles en regla en una mano, los técnicos, que no tienen el tiempo necesario para pararse a contar el número exacto de la colonia de castores, ponerles el collar y darles el DNI para que no se pierdan -tan ardua es la tarea de velar por el medio natural-, se van a echar al monte con el rifle en la otra para evitar que nada dañe el ecosistema; como si pidiendo permiso pudiera uno ir a descerrajarle cuatro tiros al genio que parió el proyecto en el desierto de los Monegros o a los que se han dedicado a llenar de cemento nuestras costas.
Así somos, así nos va.

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