29 de junio de 2010

Año cero

Desde que padezco de insomnio agradezco las noches de San Juan, aunque desde entonces las paso todas lejos del mar, que es, al fin y al cabo, el espacio natural de las hogueras.
Como tengo algo de asceta nunca salto las llamas, las cruzo pisando fuerte las brasas mientras arrojo las cosas a dejar atrás y aprieto fuerte en mi puño las que me quiero quedar.
Aunque este año volví a hacerme un lío: quería quemar a mis demonios y pedí tenerte. Supongo que me quedé el papel equivocado, porque tú te has ido y yo me siento igual de sucio que ayer.
Cosas de confiar en los hados.
Menos mal que durante dos días llovió, así por lo menos pude mojarme los pies.

9 de junio de 2010

Un niño, un hombre

El niño tiene los ojos grandes, que se vuelven enormes canicas brillantes cuando mira desde el suelo al hombre y los surcos que parecen continuar sus párpados más allá de sus cejas.
Tienen una relación extraña.
El hombre riñe al niño porque no se comporta como él quiere que lo haga; el niño se enfada con el hombre porque él quiere ser otra cosa distinta a lo que le dicen que sea.
El hombre no reconoce en el niño nada de él, o reconoce demasiado y teme que acabe cometiendo los mismos errores.
El niño reniega de lo que parece su futuro y, aunque copia actitudes del hombre, se siente distinto, menos enfadado, menos vivido; menos hombre, más niño.
Pero el niño y el hombre ignoran que sienten lo mismo. El segundo fue lo primero antes de convertirse en lo que es; el primero será lo segundo después de superar lo que es.
Quizá por eso se enfrentan cuando el uno defrauda al otro, aunque, ante situación idéntica, uno no aplique lo que le enseñaron y el otro incumpla lo que promulgó.
Pese a todo, y aunque no lo digan, el hombre de rostro curtido y el niño de los ojos grandes saben mirarse de igual a igual y con idéntico orgullo.

7 de junio de 2010

Ruta en el 164

En el autobús de camino al centro, un hombre entra con gesto abatido. El pelo largo y lacio sobre la cara, la ropa grande, la barba descuidada.
Permanece unos minutos del trayecto en silencio, temblándole la barbilla, los ojos fijos en sus zapatos, como si tuvieran respuestas a preguntas que no sabe hacer.
En mitad de una glorieta, el temblor de su barbilla se convierte en un balbuceo, después en una especie de sollozo y, cuando la ruta afronta una ancha avenida, comienza a proferir un confuso llanto.
Se ha ido se ha ido y he sido yo con estas dos manos el que la ha soltado el que la ha empujado el que dijo 'vete' y luego 'quédate' y luego 'no me dejes nunca'.
Lo repite, una y otra vez, como quien reza un rosario, pero a medida que culmina la frase y la retoma gesticula más dramáticamente; cae de rodillas, se golpea el pecho, se tira del pelo, se tapa los ojos enrojecidos con las dos manos. Y llora, con una intensidad tal que diríase que es un bebé reclamando a sus padres en mitad de la noche.
Todo el autobús guarda silencio mientras se desarrolla la escena. Una señora busca en su monedero cierto consuelo para ese chico tan joven, tan poco merecedor de lágrimas o tan nuevo en ellas, pero entonces el viaje se detiene en un lugar donde no hay parada.
El conductor abre la puerta de pasajeros con gesto resignado, mira por el retrovisor, da la vuelta por la parte delantera y entra, los hombros caídos y cierta comprensión en su mirada.
Pone la mano sobre el animal herido con suavidad y mientras le ayuda a levantarse y le acompaña hasta la acera, aún gimoteante y derrotado, se le oye decirle ánimo compadre, todos alguna vez la hemos cagado.
Cuando vuelve a poner en marcha el autobús, con el hombre desorientado en mitad de una calle abarrotada de gente que le mira y se aparta de su lado, el conductor, entre dientes, masculla: siempre igual, putos poetas.